Los precursores de los cuadros de bodegones con flores los encontramos en los códices, manuscritos miniados y Libros de Horas en los que podemos admirar preciosos ramos. Estas obras evolucionan como un género aparte en el XVI y sobre todo en el XVII.
Por María Jesús Burgueño
El lugar donde mayor desarrollo alcanzó este género fue en los Países Bajos, que difunden estas pinturas por toda Europa. En España se produjeron magníficas obras donde los pintores juegan con el uso de los motivos florales como marco que nos introduce en una escena religiosa o en sinuosas cartelas, alcanzando especial maestría en el siglo XVII el pintor Juan de Arellano. A estas composiciones se les ha denominado a lo largo de la historia cestillos, jarrones, fruteros de flores o floreros, en un intento de dotarlas de identidad propia. Francisco de Guevara en los Comentarios de la pintura (h.1560) trata el tema como «Pintura de las yerbas», relacionándola con los tratados botánicos y medicinales. Es el término bodegón el que se ha venido utilizando popularmente desde el siglo XVII en España para la descripción de las pinturas de naturalezas muertas.
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La influencia que ejercieron los pintores procedentes de los Países Bajos en la obra de los artistas españoles del siglo XVII es indiscutible dado el marco histórico en el que estaban inmersos pero la producción española desarrolla una personalidad propia que destaca en un primer momento por su sencillez, intensidad y originalidad. «A partir de la segunda mitad del XVII, se hacen más sofisticados, cosmopolitas y virtuosos. El primer español clave en el género del bodegón fue Sánchez Cotán, entre sus discípulos hubo varios que realizaron algunos floreros de gran interés como Felipe Ramírez. Otros dos pintores a destacar fueron Juan van der Hamen y León y Juan Fernández, El Labrador».
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Los pintores que tenían éxito para cubrir la demanda existente se apoyaron muchas veces en sus talleres ya que de otra forma hubiera sido imposible la producción de tanta obra. Solían disponer de un estudio donde sus alumnos realizaban este tipo de pinturas, muchas de ellas copiadas una o varias veces.
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Los precios de las obras anónimas procedentes de los talleres o escuelas se pagan muy por debajo de la pintura firmada, por ejemplo en Alcalá se pagó por un florero del taller de Juan de Arellano 18.000€, en cambio por un bodegón de José de Arellano, hijo de Juan de Arellano y cuñado de Pérez de la Dehesa que se formó en el taller familiar se pagó 26.000€ en la sala de subastas Ansorena. Es muy difícil a veces saber con exactitud qué mano ha realizado una obra concreta, este es el caso de Jan Brueghel y su hijo Jan Brueghel «El joven». En la primera época suelen ser pinturas más arcaicas e ingenuas, destacan las flores sobre fondos neutros, oscuros, están colocadas una al lado de la otra, luego, hacia finales del XVII, van añadiendo elementos decorativos, que trabajan cuidadosamente e iluminan los ramos con una luz que entra por la izquierda.
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Aunque es evidente la influencia flamenca en la pintura española, en ésta se impone la sobriedad incluso en la composición. La técnica española es menos minuciosa, son casi brochazos, es decir, tienen una pincelada mucho más suelta y espontánea, manifestando un efecto sobrio y elegante. La técnica flamenca y holandesa es mucho más trabajada y se distingue a simple vista, resulta casi como un esmalte, con pinceladas cortas y apretadas.
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En Flandes y Holanda del siglo XVII existían numerosos pintores de flores, entre los que destacó Jan Davidsz de Heem admirado y seguido por numerosos artistas y sin duda uno de los mayores genios de la pintura fue Brueghel de Velours cuya obra influyó en los pintores españoles. Una de sus obras «Ofrenda a Flora» (Prado) muestra la minuciosidad de ejecución de las diversas especies que rodean a la diosa romana de las flores, en la línea sofisticada de Velous. En otras obras se aprecia, también, la huella del toledano Juan Sánchez Cotán y el conocimiento de la pintura tenebrista italiana, en la que posiblemente Zurbarán se inspirara para componer algunas de sus obras. Siguiendo una misma composición, a finales de siglo, el pintor sevillano de flores, nacido en Almagro (Ciudad Real) Pedro de Camprobín realiza exuberantes floreros, muy solicitados entre los coleccionistas sevillanos de su época. El hecho de que los seguidores fueran numerosísimos y muchos de ellos magníficos pintores, dificulta en numerosos casos la identificación de estos autores.
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La identificación no es fácil y sólo comparando y estudiando a los pintores es posible su catalogación. Una de las últimas sorpresas fue el caso de un bodegón perteneciente a las colecciones del Museo Lázaro Galdiano que estuvo atribuido a la escuela francesa durante muchos años y que gracias al estudio realizado por Mercedes Royo-Villanova ahora se sabe que se trata de una obra temprana del pintor Jacobus Linthorst (Ámsterdam, 1745-1815).
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Los bodegones holandeses y flamencos muestran un conjunto muy rico tanto en formas como en detalles, están realizados con una gran minuciosidad, buscan la perfección. Jarrones que imitan la porcelana más exquisita de época o cestillos llenos de flores sobre una mesa repleta de detalles, ventanas abiertas, cortinas, platos, jarrones, esculturas…, «son muy frecuente los paños y manteles plegados que caen sobre el borde de la mesa hacia el espectador para dar profundidad y realzar el colorido.
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Les gusta recrearse en los detalles, por ejemplo, apunta Royo-Villanova, cambian el cestillo o jarrón de porcelana por uno de cristal como grandes copas repletas de agua transparente que dejan a la vista los tallos y en el cristal incoloro aparece reflejado una ventana e incluso la estancia donde se encuentra, juegan con el efecto óptico e ilusionistas que otorga al cuadro de ambiente y espacio. Los españoles son más sobrios». En cuanto al formato suele ser medianos.
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