Libros vivos en una catedral
Por Andrés Merino
La obra sobre la que escribimos es póstuma. Es de justicia afirmar que aparece ya como un clásico. Nadie mejor que Juan Guillén Torralba, canónigo lectoral de la Catedral sevillana desde 1977, para guiarnos en el laberinto de la historia de las principales bibliotecas hispalenses. Sacerdote y humanista, fue diecisiete años director de la Capitular y la Colombina. A su muerte, toda la Sevilla culta alabó de forma unánime su labor modernizadora y sus trabajos de investigación, que ya habían cristalizado hace tiempo en varias obras sobre las Sagradas Escrituras o una biografía de gran calidad de Hernando Colón.
Guillén ha dejado a la posteridad un ensayo formidable en extensión y erudición. Lógicamente ha dedicado amplio espacio a los grandes donantes, entre los que destaca un significativo “generoso inicial”, el propio Alfonso X, que legó varias de sus obras más conocidas a la sede episcopal recién restaurada. Era lógico, pues algunas de ellas fueron escritas a pocas decenas de metros del lugar. Naturalmente, las bibliotecas particulares de obispos, como Pedro Gómez Barroso o Juan de Cervantes, con valiosos códices, también pasaron a formar parte del cada vez más rico tesoro cultural.
El autor ofrece el trazado de una cierta psicología bibliográfica, una conciencia del valor de los libros acumulados. Aunque sea difícil identificar, incluso cuantificar, los primeros libros que juntó el cabildo, el alba literaria capitular llevó aparejada la percepción de la posesión de un valioso legado que había que conservar y aumentar. Constatar la idea de un orgullo cultural fecundo puede resultar contradictorio al comprobar que, posteriormente, como tantas instituciones de la Monarquía de España, en la Edad Moderna las bibliotecas capitular y colombina atravesaron tiempos de crisis. Pero no contar con recursos para conservar o ampliar salas es explicable en medio de crisis económicas. Pero un logro no menor del historiador ha sido describir la labor algunos de sus salvadores, como Juan de Loaysa, que apuró la decadencia del siglo XVII, o Diego Gálvez, que volvió a enderezar la institución ya en el XVIII. Ambos lucharon no sólo contra dificultades que hoy llamamos presupuestarias: la desaparición de libros había sido un cáncer gota a gota desde hacía tiempo. Guillén afirma que la primera noticia sobre el miedo a la sustracción de libros es de marzo de 1561, con una interesante nota sobre cómo la Iglesia arzobispal aplicaba remedios eclesiásticos: “excomunión para los que tienen, saben quién tiene o se han llevado libros de autos capitulares, papeles y escrituras”. Es significativo el trato objetivo y equilibrado que el autor da al escándalo de los robos y ventas de libros, que estalló en 1885, que implicó incluso al Congreso y al Senado, poniendo en peligro la misma existencia de las biblioteca. Con todo, los robos no fueron el único problema. La idea de mezclar la colección capitular con la colombina en los anaqueles dificultó ya en el XVI la realización de buenos inventarios e indujo a confusiones que podrían haberse evitado. Y algunas peticiones externas no pudieron ser desatendidas, como la de Felipe II, que con intención de que se editasen lo mejor posible las obras de San Isidoro, pidió en préstamo al Cabildo textos del santo que parece ser nunca devolvió… Datos como estos y reflexiones desapasionadas pero eruditas sobre sus consecuencias configuran una obra atractiva cuya lectura detenida hará las delicias de cualquier bibliófilo.
“Historia de las bibliotecas Capitular y Colombina”
Juan Guillén
Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 622 pág.
ISBN: 84-96556-16-6