Viaje estético al fin del tiempo.

Por Andrés Merino.

Que un poeta y filósofo se preocupe por el fin del mundo desde una perspectiva literaria no es nada extraño. Muchas grandes obras, ensayos y novelas clásicas, han tenido presente ese hecho incontrovertible, del que no sabemos ni siquiera el día ni la hora, pero que ejerce un perenne magnetismo espiritual y estético. Esa atracción suele traducirse en una mezcla de temores y certezas a los que no puede sustraerse el escritor.

Ediciones Acantilado ha presentado la última edición de “El fin del mundo como obra de arte”, la reflexión que sobre el tema propuso Rafael Argullol en 1991. Aunque este libro del catedrático de Estética de la Universidad Pompeu Fabra no sea su obra más conocida, constituye una buena muestra de su pensamiento. Casi podríamos decir, a pesar de su mediana edad, que es todo un testamento intelectual. Desde la primera a la última página se percibe una intención sostenida de legado, de explicar lo inexplicable, de abordar un problema clave, aunque no se haga con soluciones definitivas…

Argullol es maestro del lenguaje. Despliega sus recursos con una facilidad pasmosa. Ha acertado de lleno en la forma, aunque su fondo pida a gritos sumar desacuerdos desde el mismo momento en que muestra orgulloso la manida cláusula “un texto desprovisto de pretensiones de objetividad”. Se sabe provocador. Escoger un orden para-histórico en la exposición de sus tesis es casi una concesión: inicia su recorrido por las mitologías de Io, la hija de Inaco que sufrió los celos de Hera, o Prometeo, encadenado a la roca… Pero la mitología no puede explicar el fin del mundo, como acierta al recordar que “en las guerras de los dioses, cada vencedor no es más que un futuro vencido”. A continuación, un significativo detenimiento en el Apocalipsis de San Juan, el libro que cierra el Libro, contra el que se revuelve como creación literaria y al que el espacio y la intensidad que dedica restan credibilidad argumental en el conjunto del libro. El Juicio Final de Miguel Ángel, como plasmación estética de consecuencias éticas imprevisibles. O el celebrado espacio al Fausto de Goethe, al estafador Mefistófeles, que junto a los dedicados a la escenografía wagneriana son quizá los pasajes mejor construidos del ensayo.

Pero quizá es el siglo XX el espacio de mayor contenido sustantivo. Argullol habla de las arquitecturas de Albert Speer como gigantescos experimentos del fin, de la destrucción, del vacío de Hitler. No parece haberle hecho falta repasar las de Alexei Shchusev, el arquitecto de cámara de Lenin y Stalin, para recoger a modo de símbolo la vocación de fin del mundo de los totalitarismos occidentales. A continuación pasa al hongo nuclear, una visión de destrucción total, de infierno. Todo un clímax. Y subrayemos de nuevo que con un formidable despliegue formal, de lenguaje sometido y administrado. Pero, como todo clímax, punto de inflexión. A pocas páginas del final un giro desconcertante “Los infiernos transfigurados por la farsa se vuelven paisajes grotescos. Y lo grotesco, al velar el rostro amenazante, descarga sobre los espectadores el ansiado hechizo del olvido…”.

¿Por qué? Como todo buen ensayo de estética, de arte, de búsqueda de la armonía aunque sea sólo como coartada, el libro ha ido pidiendo relecturas de textos casi obsesivas, intentos de exprimir todavía más. Pero la ausencia deliberada de conclusión es casi una traición que sólo se explica desde una contradicción aparente. ¿El fin del mundo como obra de arte? No. La obra de arte como fin. Lo estético como absoluto, sin espacio alguno para éticas o teologías. El arte como finalidad, aunque no del mundo, sino de un pensamiento que se contenta en lo estético y ha elegido firmemente no llegar más allá. Pero, en honor a la verdad, el viaje hasta ese punto ha sido memorable.

“El fin del mundo como obra de arte”
Rafael Argullol
Barcelona, Editorial Acantilado, 156 pág.