Año tras año se celebra en México la fiesta de la muerte, sin duda una de las prácticas más representativas, diversas y significativas de la cultura mexicana.
La festividad del día de los muertos se divide en dos partes: el día de Todos los Santos (1 de noviembre) y el día de los Muertos o Difuntos (2 de noviembre), dos fechas durante las que se celebra la “vuelta” de los muertos al mundo de los vivos. Acompañando a esta actividad, se levantan los “Altares de muertos” en homenaje a los parientes fallecidos, quienes regresan a casa para convivir con sus familiares vivos y para nutrirse de la esencia del alimento que se les ofrece en los altares domésticos.
Se trata del tiempo en que las almas de los parientes fallecidos regresan a casa para convivir con sus familiares vivos, y para nutrirse de la esencia del alimento que se les ofrece en los altares domésticos.
El 1 de noviembre es el día en que regresan las almas de los niños, y el 2 de noviembre las de los adultos.
El altar permanecerá expuesto en el Museo durante todo el mes de noviembre, y para su inauguración, está prevista la actuación del ballet folclórico “Na Hui Hollín”, que se acompaña del mariachi “Charros de Jalisco”. El domingo 4 de noviembre, también a las 12 horas, actuará el ballet folclórico “México, magia y movimiento”.
La presencia y la fascinación por la muerte, muy a la mexicana, son los elementos comunes de una amplia selección de trece cortometrajes mexicanos, que realizados en diversas técnicas, podrán visualizarse dentro del ciclo de proyecciones previsto para acompañar este año al “altar de muertos”, y que tendrá lugar durante los dos próximos jueves, 8 y 15 de noviembre, a partir de las 18 horas en el Salón de Actos del Museo.
Hay que subrayar que en todos estos altares mexicanos determinados elementos rituales se hacen presentes con el fin de asegurar que en esos días los muertos puedan regresar fácilmente al mundo de los vivos y retornar después hacia el inframundo.
Así por ejemplo, siempre aparece en ellos el agua, la fuente de la vida, que se ofrece a las ánimas para que mitiguen su sed después de su largo recorrido y para que fortalezcan su regreso. Aparece también la sal, un elemento de purificación que sirve para que el cuerpo del muerto no se corrompa en su viaje de ida y vuelta. Y por supuesto las velas y veladoras, que producen «la luz». Son un símbolo de la fe y la esperanza, pero son también la guía que ha de servir para que las ánimas puedan llegar a sus antiguos lugares y alumbrar después el regreso a su morada.
En algunas comunidades indígenas cada vela representa un difunto, es decir, el número de velas que posee un altar depende de las almas que quiera recibir la familia. Si los cirios o los candeleros son morados, es señal de duelo mientras que si se ponen cuatro de éstos en cruz, representan los cuatro puntos cardinales, de manera que el ánima pueda orientarse hasta encontrar su camino y su casa.
Junto a estos elementos aparecen otros como los cigarros, hechos con picietl (tabaco con otros ingredientes vegetales). En el mundo mesoamericano fumar era considerado un acto ritual, ya que el humo comunicaba la tierra con el cielo. Sustancias como el copal o el incienso tienen como fin purificar el espacio, mientras que las flores sirven para adornan y aromatizar el lugar durante la estancia del ánima y proporcionarla felicidad en su regreso. Una de las más utilizadas es la flor amarilla del cempasúchil (zempoalxóchitl), considerada símbolo de la muerte y que se cree sirve para atraer y guiar a las almas de los muertos.
En los altares aparecen también petates, que hacen referencia a la cama o la mortaja del muerto. En estos días funciona para que las ánimas descansen. En los altares de los niños no debe faltar el izcuintle, que aparece aquí como un juguete, y que en la época prehispánica muchas culturas mesoamericanas consideraban que este perro ayudaba a los muertos a cruzar el caudaloso río Chiconauhuapan, último paso para llegar al Mictlán o inframundo.
Fundamentales son también los dulces, de leche, de nuez, de coco, de pistacho, las figuras de chocolate o azúcar, las palanquetas de cacahuete, los ates, el camote, la calabaza en tacha… su fin es hacer felices a los pequeños muertos.
Y en todos los altares se hace presente la comida: mole, frijoles, tortillas, guajolotes, tamales, panes de huevo y otras muchas cosas más se ofrendan, al tiempo que se preparan todos aquellos platillos que más agradaban a cada difunto, dispuestos en el altar para complacerle en este día. El chocolate, una bebida ritual en la época prehispánica; el pan de muerto, las frutas, símbolo del constante devenir y de los ciclos vitales; el licor, recuerdo de los acontecimientos agradables durante la vida; los juguetes de los niños; las calaveras de azúcar, alusión a la muerte siempre presente, y una gran cruz de ceniza, que ha de servir al ánima para llegar hasta el altar y poder expiar así sus culpas pendientes, son otros de los elementos que aparecen en los altares.
Los muertos regresan a la vida para beber, comer, descansar y convivir con sus deudos.
Altares y ofrendas del Día de Muertos constituyen la puesta en escena de la proximidad entre los vivos y los muertos. Éstos regresan brevemente a la vida para beber, comer, descansar y convivir con sus deudos. Este reencuentro vital convoca a la memoria impidiendo “dejar morir del todo” a los fallecidos. Por eso, esta celebración es, ante todo, una celebración de la memoria. Los rituales reafirman el tiempo sagrado, el tiempo religioso, y este tiempo es un tiempo primordial, es un tiempo de memoria colectiva. El ritual de las ánimas es un acto que privilegia el recuerdo sobre el olvido.
Datos de Interés:
Museo de América. Avda. Reyes Católicos, 6.
Proyecciones en el Salón de Actos, los jueves por la tarde a partir de las 18 horas.
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