No se podrá quejar Manuel Borja-Villel del recibimiento que le han dedicado de forma unánime los medios de comunicación y, en general, todo el mundo de la Cultura, con el ministro César Antonio Molina a la cabeza. Tan sólo nos depara la Historia un recibimiento semejante y fue el de Fernando VII, aunque luego nos salió rana, y trocó las cañas constitucionales en lanzas absolutistas. Borja-Villel ha sido entronizado sin una sola crítica y mira que es difícil poner de acuerdo al Gobierno y a la oposición en periodo preelectoral.

Borja-Villel depende de sí mismo para alcanzar el éxito que les fue negado a sus antecesores, al uno por las cornadas de la política y a la otra por las guerras mediáticas. Tendrá que lidiar con los intereses creados de los coleccionistas que atesoran cuadros de artistas cuya obra aún está caliente y que basta un soplo de poder para que sus precios se multipliquen; tendrá que luchar con los sambenito que visten a los creadores, ora de izquierdas, ora de derechas; tendrá que convivir con gentes de muy diferentes procedencias culturales y lingüísticas en un marco de difícil cohabitación, como es el edificio Sabatini y el Jean Nouvel, al que muchos critican en privado pero nadie osa hacerlo en público, como uno de los espacios más desaprovechados de la reciente historia de la arquitectura española y caro e incomodo donde los haya; y tendrá que vérselas con un miura grande y bravo, que es la sombra del museo del Prado y de su director Miguel Zugaza que arrasa con su éxito de forma que no deja más que migajas de gloria a sus colegas de otros museos. No lo tiene fácil Borja-Villel con el Prado pisándole los talones y contraprogramando con Barceló y Cristina Iglesias. Y tampoco con la baronesa, que a golpe de talonario se trae lo más bonito de Europa y recibe en sus salones glamurosos a lo más in de la corte madrileña.

El Reina Sofía es triste y frío como corresponde a su origen como hospital de jornaleros y el nuevo director tiene que llenarlo de vida. Sus ideas, enunciadas ayer en olor de multitud, apuntan en el buen camino, otra cosa es que le dejen hacer y que le acompañe la suerte, ese don esquivo para el que el trabajo duro no basta, y que sólo acompaña a los escogidos por la fortuna como a Émile Zola, su autor favorito, cuyos personajes desesperados revolucionaron con La Taberna la literatura del XIX, esa revolución pendiente que Borja Villel quiere lograr con este MoMa castizo.