No se podrá quejar Manuel Borja-Villel del recibimiento que le han dedicado de forma unánime los medios de comunicación y, en general, todo el mundo de la Cultura, con el ministro César Antonio Molina a la cabeza. Tan sólo nos depara la Historia un recibimiento semejante y fue el de Fernando VII, aunque luego nos salió rana, y trocó las cañas constitucionales en lanzas absolutistas. Borja-Villel ha sido entronizado sin una sola crítica y mira que es difícil poner de acuerdo al Gobierno y a la oposición en periodo preelectoral.
El Reina Sofía es triste y frío como corresponde a su origen como hospital de jornaleros y el nuevo director tiene que llenarlo de vida. Sus ideas, enunciadas ayer en olor de multitud, apuntan en el buen camino, otra cosa es que le dejen hacer y que le acompañe la suerte, ese don esquivo para el que el trabajo duro no basta, y que sólo acompaña a los escogidos por la fortuna como a Émile Zola, su autor favorito, cuyos personajes desesperados revolucionaron con La Taberna la literatura del XIX, esa revolución pendiente que Borja Villel quiere lograr con este MoMa castizo.
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