Texto: ENRIQUE SANCHO
Carreras de cuádrigas, carrozas que ensalzan a Nerón y Cleopatra, alardes de caballistas vestidos de romanos… No, no se trata de una recreación de alguna de las películas que dieron fama a Cecil B. de Mille o Samuel Bronston. Es una parte de la celebración secular de la Semana Santa en Lorca (Murcia). Una fiesta que hace un año fue declarada de Interés Turístico Internacional y que une como ninguna otra la pasión de la celebración religiosa y la vistosidad de un tardío carnaval. La Semana Santa es, sin duda, la manifestación festiva más arraigada de España. Cada pueblo, cada ciudad, cada barrio la vive de una forma diferente. Con pasión, con recogimiento, con devoción, incluso con alegría. Pasos, cirios, nazarenos, Vírgenes y Cristos de todo tipo conmemoran, siempre en la semana de luna llena tras el equinoccio de primavera y este año más temprano que nunca, la pasión y muerte de Jesús.
La Semana Santa de Lorca tiene todo eso, y mucho más. Y es ese mucho más lo que la hace totalmente diferente a cualquier otra en España y en el mundo. Aquí las Vírgenes compiten en belleza y devoción. La Virgen de la Amargura y la Virgen de los Dolores arropadas por los seguidores y cofrades del paso blanco y el paso azul, respectivamente, no sólo muestran sus galas, con mantos bordados en oro y sedas por pacientes lorquinas que se afanan en esta secreta tarea durante todo el año, sino, sobre todo, en magnificencia, imaginación y despliegue de medios. Porque una de las singularidades de la Semana Santa lorquina es la peculiar mezcla que ofrece de exaltación religiosa y superproducción al mejor estilo de Hollywood.
Personajes de las culturas precristianas como Ptolomeo IV, Vespasiano, Domiciano, Tiberio, Moisés y hasta los mismísimos Julio César, Nerón o Cleopatra pasean en espectaculares carrozas por las calles de Lorca en un alarde politeísta y un batiburrillo histórico difícil de imaginar. Y junto a ellos, las acrobacias de carros y caballos que serían la envidia de Ben-Hur o del propio Búfalo Bill. Tras este espectáculo visual está el trabajo de todo el año, la búsqueda de los mejores caballos andaluces, gallegos y murcianos y la contratación de los más arriesgados especialistas en acrobacias. Pero, junto al espectáculo único, se impone la pasión. Y el orgullo de ser de uno de los bandos. Es el mundo dividido en dos. O Blancos o Azules. Es el fervor y la pasión cantada, gritada, exhibida como se exhibe lo que de verdad te distingue, son corros de personas a la puerta de las iglesias donde están la Dolorosa de los Azules o la Virgen de la Amargura de los Blancos, corros en donde las gargantas se jalean unas a otras, se calientan tratando de ver quién llega más lejos y más fuerte en el viva.
Bordados de oro y seda Y junto a la pasión, el fervor no sólo religioso sino artesano que se ofrece en los mantos de las Vírgenes o de los personajes históricos en forma de bordados que a lo largo de la carrera se exhiben, auténticas joyas eruditas urdidas con primor, en silencio, y en secreto. Las manos de las bordadoras lorquinas, sus labores de oro, seda y tejidos finos son un bien cotizado cuyos resultados, en estandartes, capas y distintos ornatos, arrancan el aplauso espontáneo del público. No todo acaba ahí. Detrás de las caballerías, de los grupos que desfilan a pie, de las carrozas y cúadrigas, de las filigranas que hacen unos y otros ante los miles de espectadores, llega el momento del auténtico éxtasis colectivo, el momento en que los tronos de la Virgen de los Dolores y de la Virgen de la Amargura pasean ante el pueblo.
Lorca es un clamor, un ascua viva. Cada cual aplaude a su imagen, pero el respeto hacia la del bando opuesto es tan formidable que no cabe más que pensar que allí, cada año, desde hace mucho tiempo, tiene lugar uno de los momentos más sublimes a los que nadie pueda someter sus sentidos. Una larga historia La Semana Santa de Lorca, tal como la conocemos, nació probablemente en 1855, cuando la cofradía «de los Azules» decidió salir en procesión con túnicas de rico terciopelo bordado en oro.
La cofradía «de los Blancos» no podía rivalizar en este terreno, ya que sus ordenanzas determinaban que el uniforme debía ser de sencillo lienzo, por lo que optó por una innovación capaz de atraer la atención de los fieles. La innovación consistió en la escenificación de «La entrada de Jesús en Jerusalén», en la que intervinieron treinta personas. Al año siguiente, los Azules representaron «la calle de la Amargura, compuesta por guardias pretorianos, el pueblo deicida armado con los instrumentos del martirio, Gestas y Dimas, y unos cuantos personajes más extraídos de los autos sacramentales todavía vigentes en los pueblos huertanos.
A partir de aquel momento sólo fue necesaria la intervención de algún obispo o algún cofrade capaz de ir dando forma a la imponente comitiva que integra los desfiles procesionales. La rivalidad entre las cofradías se encargaría de poner la nota de suntuosidad en lo que hasta entonces había sido una sencilla sucesión de actos penitenciales. Los gustos de la época, por su parte, se responsabilizaron de que la Semana Santa lorquina quedara integrada entre las tradiciones populares con un aire de esplendor operístico, probablemente muy ajeno a la atmósfera cultural que se respiraba cotidianamente en la ciudad.
Entre unos y otros se fue formando una escuela de bordado que, sujeta a materiales tan preciosos como la seda, el oro y la plata, desarrollaría un repertorio de técnicas exquisitamente difíciles y de composiciones tan efectistas como las de la mejor pintura académica. Los mantos de las imágenes, las capas de los jinetes, las vestimentas de todos y cada uno de los personajes y hasta los capirotes de los nazarenos son auténticos muestrarios de un arte delicadísimo y, al mismo tiempo, son la demostración de que la Semana Santa de Lorca es algo que va más allá de lo puramente teatral.
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