Pídele cuentas al rey

Por Andrés Merino

Cuando en el último tercio del siglo XIX tres potencias europeas decidieron repartirse África convocaron un congreso en Berlín. Las zonas de influencia ya estaban definidas, pero aún quedaban flecos que recortar con reglas y compases sobre el mapa del continente negro. Los diplomáticos presentes en las discusiones hablaban de ríos, cordilleras y llanuras como referencia: sólo uno de los participantes en la conferencia, el explorador Stanley, los había explorado. Los demás no pasaban de la contemplación de los menús que el canciller Bismark había ordenado ilustrar con dibujos paisajísticos. El resultado no fue en sí un reparto colonial milimétricamente cerrado, pero Gran Bretaña, Francia y Alemania consiguieron ser las grandes beneficiadas de un conjunto de acuerdos, mientras que otros reinos pasaron casi de puntillas al conseguir logros territoriales menores. Fue el caso de Italia, España o Portugal, pero sobre todo Bélgica, cuyo monarca, Leopoldo II, consiguió en aquél encuentro de 1885 vía libre para lo que fue la creación del denominado Estado Libre del Congo, una ficción jurídica que durante veinte años le permitió dirigir los destinos de una extensión del tamaño de media Europa occidental en pleno Centroáfrica. Al obtener el puerto marítimo de Matadi y a partir de esa especie de cabeza de puente, el rey consiguió afianzar una expansión en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

El Congo fue propiedad privada del monarca hasta que en 1906 la presión de la opinión pública le obligó a cederla a la nación. Hasta entonces y aún después, Leopoldo intentó con éxito difundir la idea de que su labor había sido la de evitar la penetración en la zona de los traficantes árabes de esclavos, que invadían y saqueaban aldeas. El problema es que la alternativa fue someter a los congoleños hasta la extenuación y muerte, trabajando para proveer a la metrópoli de Bruselas y toda Europa de caucho, marfil y resina de copal. Las ganancias fueron fabulosas y le convirtieron pronto en uno de los hombres más ricos del mundo.

El ensayo de Adam Hochschild describe la desventura colonial del Congo y penetra con datos concretos en la ambición de los aventureros que, procedentes de un mundo civilizado, renuncian a los valores que afirman profesar y comienzan un proceso, muchas veces de forma inconsciente, hacia la explotación del ser humano, atentando contra principios no ya éticos sino antropológicos. El comienzo de la denuncia de tan monumental injusticia se personaliza en la figura de Edmund Dene Morel, que se desplazó por todo el mundo para mostrar la incoherencia de barcos que partían con munición bélica y regresaban con ricas materias primas.

Pero es precisamente la personalización del colonialismo en Leopoldo II, como hilo metodológico conductor, lo que se nos presenta con claroscuros a la hora de reseñar la obra. Centrar la responsabilidad en un solo hombre, cuando fueron miles quienes acudieron a explotar los márgenes del río Congo, puede servir, de forma un tanto abstracta, como recuerdo de una injusticia histórica perpetrada por Europa –no fue Bélgica el único país colonial, recordemos-. Pero la historia no puede escribirse con maniqueísmos. El expansionismo en África fue una cuestión política y económica que protagonizaron las sociedades de varias naciones europeas. Nada que ver con el descubrimiento de la América española en el siglo XV, pues España no creó colonias, sino reinos y virreinatos de Indias en igualdad de representación, por ejemplo, en las Cortes castellanas. Un elenco de responsables históricos no puede centrarse en tal o cual monarca o canciller, sino en una visión de conjunto que no eluda responsabilidades individuales pero proporcione el panorama completo de un tiempo convulso del que tanto Europa como África no se han recuperado.

“El fantasma del Rey Leopoldo”
Adam Hochschild

Barcelona, Ediciones Península, 527 pág.

ISBN: 978-84-8307-799-3