Por Carlos Seco SerranoSi yo tuviera que definir con una sola palabra la figura inolvidable de Pedro Laín Entralgo, diría simplemente que era, ante todo y sobre todo, un hombre bueno: entendiendo el calificativo en toda su extensión. La bondad de Laín se manifestaba en caridad fraterna: en la apertura a los demás –esto es, en la generosidad al juzgar, en la disponibilidad al servicio de todo y de todos-. Es esta bondad, esta generosidad la que se refleja siempre en su obra; es más, ella hizo posible, en un momento difícil y comprometido, la salvación para España –para lo que por entonces se definía como “la nueva España”- de un valiosísimo caudal cultural que las corrientes pasionales desatadas en nuestra civil contienda –es decir en nuestra guerra incivil- estuvieron a punto de “arrojar por la borda”.
En cuanto a su obra escrita, es muy difícil llevar a cabo un análisis –o un resumen sistemático- del extraordinario legado de Pedro Laín. El mismo nos confesó que su gran ilusión, al finalizar la guerra civil, era la elaboración de una historia de la cultura española en la que yo llamaría nuestra baja Edad Contemporánea -la que se abre tras el sexenio revolucionario-, dividida en tres partes: iniciada la primera con el estudio de la famosa polémica de la ciencia española mantenida ardorosamente por un jovencísimo Menéndez Pelayo; seguida por el análisis de la actitud en que como cimas de nuestra cultura se fueron definiendo las cinco generaciones españolas que vivieron en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX: la “regeneracionista”, de Costa y Galdós; la “científica”, de Cajal y Menéndez Pelayo; la “del 98”; la de “los universitarios” como Ortega y Marañón –esto es, la del 14-; y la del 27 –la llamada generación de los poetas-. Una segunda parte estudiaría el modo como abordaban la cultura española los integrantes del grupo generacional del propio Laín –esto es, la generación de la guerra civil-. Y en fin, la tercera sería una proyección hacía el futuro; es decir, la propuesta de “las líneas de una posible acción perfectiva en el dominio de nuestra vida intelectual”.
De este gran proyecto, no logrado en su integridad, serían fruto los libros Sobre la cultura española (1943), Menéndez Pelayo (1944), Las generaciones en la Historia (1945) y La generación del 98 (1945), así como otros trabajos menores que en 1956 reuniría en el resonante libro España como problema, a que ya me he referido. Según el propio Laín, aspiraba a dar solución a la quiebra de las dos Españas mediante la asunción unitaria de una y otra en una empresa “superadora”. Como vemos, apuntando siempre a la idea clave: la aspiración a la paz efectiva a través de una generosa tarea intelectual, porque según él mismo precisaría, “la primera lección de nuestra guerra civil ¿podía ser otra que una resuelta voluntad de integrar a los españoles en una España fiel a sí misma y a su tiempo?”
Es evidente que la idea –o la obsesión- que preside el quehacer intelectual de Laín es, en efecto, la idea de España. Y su pretensión concreta, dar respuesta a la pregunta que en 1914 había formulado Ortega en términos patéticos: “Díos mío, ¿qué es España? En la anchura del orbe, en medio de razas innumerables, perdida entre el ayer ilimitado y el mañana sin fin, bajo la frialdad inmensa y cósmica del parpadeo astral, ¿qué es esta España, este promontorio espiritual de Europa, esta como proa del alma continental? ¿Dónde está –decidme- una palabra clara, una sola palabra radiante que pueda satisfacer a un corazón honrado y a una mente delicada, una palabra que alumbre el destino de España…?” A este angustioso interrogante, tratará Laín de dar respuesta en sus ensayos Introducción a la cultura de España (1964), Una y diversa España (1968), y, de manera muy expresa, en su último libro sobre el tema, A qué llamamos España, fechado en 1971; libro que se abre precisamente con las palabras de Ortega antes citadas.
Pero junto a la permanente obsesión por España y su interés por las ilustres generaciones intelectuales que la han interpretado y la han ilustrado, la otra gran dedicación de Laín, es lógicamente, la de historiador de la medicina. Ya en 1941 había publicado su tesis doctoral, titulada Medicina e historia: dos años después aparecería su libro Estudios de historia de la medicina y antropología médica. Puesto entre la actitud divergente que en el enfoque del tema representaban dos figuras máximas en este campo, Sudhorff y Sigerist, y aunque Laín se sitúe siempre en línea con Sigerist, en realidad supera el enfoque de éste: “lo que en Sigerist acaba en puro culturalismo, observa Diego Gracia, en Laín se transforma en antropología. Por eso –añade- he defendido siempre que junto a las citadas dos mentalidades, es preciso añadir una tercera, la de Laín Entralgo”.
Por mi parte, no estoy capacitado para entrar en una exégesis de la obra de Laín como historiador de la Medicina. Sí añadiré, siguiendo sus propias palabras, que se propuso dedicar diez años de su vida, los comprendidos entre 1950 y 1960, a la confección de la serie de estudios que en La historia clínica había iniciado: una historia del problema morfológico, otra del problema fisiológico, y a continuación las correspondientes a las que plantea el conocimiento científico de la enfermedad, el tratamiento técnico de ella, y la esencial y varia relación entre la medicina y la sociedad. En este apartado, y entre un considerable número de estudios de gran interés, destacaré algunos títulos: “Vida y obra de Guillermo Harvey” (1948), Historia de la medicina: medicina moderna y contemporánea (1954), Mysterium doloris: Hacia una teología cristiana de la enfermedad (1955), La obra de Cajal (1956), La curación por la palabra en la antigüedad clínica (1958), La amistad entre el médico y el enfermo en la medicina hipocrática (1962), Gregorio Marañón (1969), La medicina hipocrática (1970), La medicina actual (1974), Historia universal de la medicina (1972-75), Ciencia, técnica y medicina (1968)…
Ensayista, historiador de la medicina, desde su condición de gran humanista, Laín se reveló siempre como creyente cristiano: algo que se manifiesta en la presencia de la teología a lo largo de toda su obra, y especialmente en libros como Mysterium doloris: Hacia una teología cristiana de la enfermedad, publicado en 1954, y en Enfermedad y pecado de 1961. La preocupación religiosa culmina en su libro –ya en los últimos años de su vida- El problema de ser cristiano (1997).
Esta panorámica –ciertamente sintetizada- que he intentado desplegar ante ustedes, no resume lo que significó la obra ingente de Laín –así, no he mencionado siquiera sus interesantes incursiones en el mundo del teatro: en cuanto comentarista y en cuanto creador. Pero al menos quiero aludir a su extraordinaria labor de difusión cultural como conferenciante. Resultaba pasmoso contemplar las interminables colas suscitadas por el anuncio en un local determinado de cualquiera de sus conferencias. Pude comprobar que este entusiasmo, evidente en Madrid, se repetía y potenciaba en América, porque coincidí con él, allá por 1956 en Buenos Aires y en Santiago, y constaté que en el Nuevo Mundo se repetía el fenómeno de Ortega, polarizador de públicos fervorosos como conferenciante al otro lado del Atlántico.
Voy a cerrar estas deslabazadas líneas con el texto en que el propio Laín diseñó lo que para él era la imagen deseable del español del mañana y de siempre; esto es el que él definía como “español sin trampa ni disfraz”:
Los españoles “que sin mesianismo y sin aparato trabajan lo mejor que pueden en la biblioteca, el laboratorio, el taller o él pegujal. Los que saben conversar, reír o llorar con sencillez, y a través de sus palabras, sus risas o sus lágrimas os dejan ver, allá en lo hondo, esa impagable realidad que solemos llamar “una persona”… Los que por hombría de bien, cristiana o no cristiana, saben ver y tratar como personas, como verdaderas personas a quienes con ellos conviven. Los que frente a la jactancia ajena dicen “no será tanto”, y ante la desgracia propia saben decir “no importa”. Tantos y tantos así, entre los que todavía andan y esperan por las avenidas estruendosas o por las silenciosas callejuelas de España… Para que el vivir en mi tierra me sea de cuando en cuando consuelo o regalo, a mi dadme, os lo ruego, españoles sin trampa ni disfraz”.
¿No desearíamos, ahora como en su tiempo ver convertida en realidad presente esa imagen del español posible y deseable a que se refería Laín?
Y de la misma manera me pregunto, concretándome en lo que fue en su tiempo para los españoles de buena voluntad, Pedro Laín, y de cuanto significa su legado: ¿Quién podría ser señalado hoy como posible heredero de este extraordinario fenómeno cultural que prestigió la imagen de España incluso en tiempos en que nuestro país atravesaba una etapa de ostracismo internacional? Me parece muy difícil llenar el vacío que Laín dejó entre nosotros. Mi ilusión y mi esperanza es que surja algún día una figura capaz de asumir la línea marcada por esos dos hitos que fueron, en nuestro siglo XX, Ortega antes de la guerra, Laín en la postguerra: no descarto que ello pueda ocurrir algún día pero es imposible que se vuelva a dar, junto al empaque científico, la calidad humana, absolutamente irrepetible, de Pedro Laín.
Carlos Seco Serrano
15 de abril de 2008
Carlos Seco Serrano. Toledo, 14 de noviembre de 1923. Doctor en Historia; Catedrático de «Historia General de España» y de «Historia Contemporánea de España» en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona (1957-1975); Catedrático de «Historia Contemporánea de España» en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense (1975-1989); Profesor Emérito en la misma (1989); Académico de Numero de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona; Académico de Mérito de la Academia Portuguesa da Historia; Colaborador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas; Ex-Director del «Índice Histórico Español»; Premio Nacional de Historia en 1986; Officier dans l’Ordre des Palmes Académiques. Gran Cruz Mérito Militar. Gran Cruz Alfonso X el Sabio.