Emociones y quietud, pero siempre la luz
Andrés Merino
Rembrandt Harmenszoon van Rijn es uno de los pintores de mayor personalidad de la historia del Arte europeo y el más conocido de los artistas holandeses. Nacido en Leiden en 1606, la mayoría de sus biógrafos coinciden en afirmar que fue a partir de comienzos de la década de los 30 cuando la diosa Fama comenzó a visitarle asiduamente, lo que se tradujo pronto en el encargo de numerosos retratos y otras obras, sobre todo de temática bíblica y mitológica. En suma, del género de historias, tan valorado en su tiempo. Cuando en 1631 pintó su autorretrato con atuendo oriental ya llevaba cuatro años triunfando en la medida en que un maestro lo hacía en los parámetros de la época: contando con discípulos, alumnos y aprendices. El óleo sobre tabla que acabamos de citar es una de las piezas más selectas de la gran exposición que con el nombre “Rembrandt, pintor de historias” ha comisariado Alejandro Vergara en el Museo Nacional del Prado. Su Jefe de Conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte (hasta 1700) propone en las magníficas salas de la ampliación de la pinacoteca un recorrido por cuarenta obras del pintor de la convivencia entre emociones y quietud, el maestro de la concentración psicológica en personajes y movimientos.
No es el primer retrato a la oriental ni sería el último. Rembrandt, que se pintó a si mismo en decenas de ocasiones, se traslada simbólicamente a una lejana civilización. Con veinticinco años no había hecho muchos viajes, por lo que las referencias de atuendo con las que contaba quizá no fueran más allá del exotismo de ricas telas, como las que seleccionó para el cuadro, o el turbante al que añade una joya desde la que se alza una pluma. Los tres broches que cierran su capa a la izquierda del cuello no muestran excesivo rastro oriental, pero sí dotan a la figura de una nota de suntuosidad que alcanza su plenitud en la media túnica dorada del interior, profusamente bordada y borlada. Un guante acoge la mano firme que sostiene un bastón, parcialmente velado por un caniche gigante del que, como sostiene Vergara en el catálogo de la muestra, no se tienen referencias de su utilidad simbólica, al menos vinculada a lo oriental, a excepción de la nota de exclusividad aristocrática que otorgaba la presencia de un can en los retratos de la nobleza europea ya desde el Renacimiento.
La pose escogida, propia de un retrato de aparato cortesano que recuerda a los de Luis XIV a finales de la misma centuria y comienzos del siglo siguiente, otorga a la composición un singular dinamismo. Y la hace deudora de una gran figura admirada por el pintor. Nos referimos a su predecesor en la gloria flamenca, Rubens, que como diplomático recorrió Europa retratando a decenas de protagonistas del Barroco. También él quiso encararse con la apariencia de las cosas, a las que interroga duramente. Hoy diríamos que ambos aplicaron a la realidad un tercer grado. Su objetivo fue obtener la más amplia gama de emociones y sentimientos para trasladarlos a un formato de dos dimensiones. Y la luz. Siempre la luz. Es Rembrandt.
Andrés Merino
“Autorretrato con traje oriental” (1631)
Rembrandt
Óleo sobre tabla (81 x 54 cm)
Museo de Bellas Artes. Petit Palais (París)
Exposición “Rembrandt, pintor de historias”
Organiza: Museo Nacional del Prado
Patrocina: BBVA
Sede: Museo Nacional del Prado (Acceso Puerta de los Jerónimos)
Madrid, 15 de octubre de 2008 a 6 de enero de 2009
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