Oratoria para vivos
Andrés Merino Thomas
El propio Julio César predijo antes de su trágica muerte que el peso de Cicerón en las siguientes generaciones sería inimaginable. Así fue. Contribuyó de tal modo a configurar la herencia intelectual de la cultura europea que su imagen se confunde en la práctica con la de la filosofía de la Roma clásica. Dos milenios después, el perfil de su oratoria y la armonía de sus textos constituyen cenit estético, modelo a seguir. Anthony Everitt nos propone una biografía trazada gracias al perfil que de él propusiera Plutarco y, por supuesto, a su ingente epistolario personal, del que se conservan más de novecientas huellas. Es en sus cartas donde humanistas de los siglos XV y XVI encontraron una fascinación que ya no ha cesado, basada en gran parte en una personalidad rica y a la vez contradictoria.
Si toda biografía ha de retratar a un personaje en unas coordenadas de espacio y tiempo, la de Marco Tulio Cicerón (106 a.C. – 43 a.C.) tenía que ser propuesta desde una absoluta coherencia con la grandeza de la civilización que le vio nacer, vivir y morir. A pesar de que la Ilustración le considerase, desde una visión parcial y sesgada, maestro del escepticismo, escribía con la magnificencia de la arquitectura romana clásica. Con la solidez de las columnas que debían sostener argumentos que debían perdurar. Razones con peso y medida, nacidas y crecidas en el arte de la lógica, cultivadas con mimo y expuestas cuidadosamente ante el selecto auditorio de una sociedad que a duras penas iba tomando conciencia de que lo era. Cicerón habla y se refiere al Senado y al Foro romano, como lugares vivos, en los que se dialoga, se comparte. Se discute. Su oratoria y dialéctica es la de alguien –nos recuerda su biógrafo- que cree en la palabra como medio para llegar a un fin.
Everitt ha sido extraordinariamente honrado con el personaje. Eleva su figura y su tiempo, pero reconoce lo que podríamos denominar una mala suerte histórica, asociada a errores de análisis. Es cierto. Cicerón fue el mejor retórico, un inigualable artista de la palabra, de la comunicación, del lenguaje. Pero cuando le tocó analizar las causas de la profunda crisis de la República, de la implacable lucha que daría al traste con el sistema, no supo identificarlas. No encontró los motivos. Hay quien dice que no nació con la suerte de un Julio César. Y la ausencia de fortuna es un error que la política hace pagar muy caro. Aunque a los dos les unió un destino fatal. Y la gloria de la fama. Everitt, con valentía, afirma que no fue un filósofo original, pero subraya con rotundidad que sus escritos, siendo plenamente filosóficos, son obras maestras de divulgación y un medio formidable de cristalizar para el futuro ese magnífico legado del pensamiento clásico. A través de la retórica, Cicerón quiso dejar la huella de valores como la convivencia, el respeto a las leyes justas o la búsqueda de la verdad.
“Cicerón”
Anthony Everitt
Traducción de Andrea Morales
Barcelona, Edhasa, 541 pág.
ISBN: 978–84–350–2659–8