La fundación literaria de Inglaterra
Andrés Merino Thomas
La próxima vez que vuelvan a decirme que Chesterton es un formidable escritor, cuya literatura es de fácil comprensión, sonreiré y no me esforzaré por discutir la opinión. Me limitaré a preguntar han leído su biografía de Geoffrey Chaucer, el autor de los celebérrimos Cuentos de Canterbury. He conseguido finalizar el libro en la reciente edición en español de Espuela de Plata, un ejercicio intelectual no heroico, pero agotador. Les confieso que abordo esta crítica con desánimo. Sinceramente, creo que G. K. Chesterton fue uno de los intelectuales europeos más complejos y difíciles de interpretar. Temo no haberlo conseguido. Que en el libro haya escogido acercarse al perfil vital de quien es considerado padre del inglés literario añade un plus de misterio que asemeja, si me permiten, a esa bruma británica en la que podrían envolverse ambos. Unamos a los dos con un invisible pero fuerte hilo que alcance lo medieval y lo victoriano, dicho sea sin ningún elemento peyorativo, que me temo no conseguirá acercar lejanías en ese Canal de la Mancha que separa la mentalidad continental de la de las Islas.
Chesterton se esfuerza por presentarnos a un Chaucer paradójico, ajeno a los tópicos sobre la Edad Media. No nos referimos a presentar a un autor como “novelista cuando no existían las novelas”, frase atractiva pero con poco contenido sustantivo. Por supuesto, se hacen referencia a sus múltiples facetas como escritor, diplomático y poeta. No le clasifica como filósofo, pero sí le incluye dentro de un sistema de ideas y creencias perfectamente trazado, el medieval, que el autor defiende, como en otras obras, a capa y espada. El biógrafo opta por comparaciones categóricas bien claras frente a otros ilustres autores posteriores: “fue menos delirante que Shakespeare, menos áspero que Milton, menos fanático que Bunyan, menos amargo que Swift… más sensato, jovial, normal que la mayoría de los escritores que llegaron después”. Un festival de excesos que no explica en lo que a ellos se refiere y por tanto, sentimos constatar, no entendemos.
No vamos a correr a acusar a Chesterton de padecer de síndrome de Estocolmo al definir al escritor como un buen inglés que no se mete en los asuntos de los demás o que pretende pasar desapercibido. Muchos otros biógrafos querrían definir a sus personajes como buenas personas que no querían provocar escenas, bien educadas, sencillas, firmes, razonables, con sentido del humor, discretas. Quizá estaba describiendo al caballero… ¿victoriano? Probablemente, la mejor reivindicación y homenaje que el volumen contiene del autor de los Cuentos de Canterbury es afirmar que a Chaucer no le obsesionaba, como a tantos y tantos en todo tiempo y lugar, que sus ideas fueran nuevas, atractivas, comerciales, con gancho. Le daba igual que agradasen o pudieran ganar adeptos. Tampoco tenían que ser necesariamente optimistas. Quizá, muy probablemente, le bastaba con que fuesen, simple y llanamente, verdaderas.
“Chaucer”
G.K. Chesterton
Traducción de Vicente Corbi, revisada por Victoria León
Sevilla, Ediciones Espuela de Plata, 284 pág.
ISBN: 978–84–96956–71–1
Valiente crítica. Y clara en los conceptos que analiza. Vale!
Gonzalo Cuesta.
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