Por quinto año consecutivo, el Museo de América ofrece, en colaboración con la Colonia Mexicana de Madrid -COLMEX-, una de las prácticas más representativas, diversas y significativas de la cultura funeraria de aquel país: el Altar de Muertos, elaborado cada año con motivo de la festividad de los difuntos y que celebra la “vuelta” de los fallecidos al mundo de los vivos.

Tal y como ya viene siendo habitual, esta nueva edición del Altar de Muertos, se inaugurará este año en el recinto del claustro de la planta baja del Museo. La espectacularidad de estos altares mexicanos, que hunden sus raíces en las culturas mesoamericanas precolombinas, cuenta ya con la atención del público madrileño, y este año, la Colonia de residentes del país hermano, lo dedica a la conmemoración del centenario de la Revolución mexicana, coincidiendo además, con el inicio del ciclo cultural “Un pueblo en armas” y la celebración de las primeras Jornadas sobre Antropología de la muerte, que tendrán lugar del 3 al 6 de noviembre. La inauguración del Altar, se acompaña de la actuación del grupo de ballet folclórico Nahui-Ollin.

El Altar de Muertos se monta en el tiempo en que las almas de los parientes fallecidos regresan a casa para convivir con sus familiares vivos, y para nutrirse de la esencia del alimento que se les ofrece en los altares domésticos. El 1 de noviembre es el día en que regresan las almas de los niños, y el día 2, las de los adultos. En ambas festividades juegan un papel fundamental los altares y las ofrendas.

Hay que subrayar que en todos estos altares mexicanos determinados elementos rituales se hacen presentes con el fin de asegurar que en esos días los muertos puedan regresar fácilmente al mundo de los vivos y retornar después hacia el inframundo. Así por ejemplo, siempre aparece en ellos el agua, la fuente de la vida, que se ofrece a las ánimas para que mitiguen su sed después de su largo recorrido y para que fortalezcan su regreso. Aparece también la sal, un elemento de purificación que sirve para que el cuerpo del muerto no se corrompa en su viaje de ida y vuelta. Y por supuesto las velas y los cirios, que producen “la luz”. Son un símbolo de la fe y la esperanza, pero son también la guía que ha de servir para que las ánimas puedan llegar a sus antiguos lugares y alumbrar después el regreso a su morada.

En algunas comunidades indígenas cada vela representa un difunto, es decir, el número de velas que posee un altar depende de las almas que quiera recibir la familia. Si los cirios o los candeleros son morados, es señal de duelo mientras que si se ponen cuatro de éstos en cruz, representan los cuatro puntos cardinales, de manera que el ánima pueda orientarse hasta encontrar su camino y su casa.

Junto a estos elementos aparecen otros como los cigarros, hechos con picietl (tabaco con otros ingredientes vegetales). En el mundo mesoamericano fumar era considerado un acto ritual, ya que el humo comunicaba la tierra con el cielo. Sustancias como el copal o el incienso tienen como fin purificar el espacio, mientras que las flores sirven para adornan y aromatizar el lugar durante la estancia del ánima y proporcionarla felicidad en su regreso. Una de las más utilizadas es la flor amarilla del cempasúchil (zempoalxóchitl), considerada símbolo de la muerte y que se cree sirve para atraer y guiar a las almas de los muertos. En los altares aparecen también petates, que hacen referencia a la cama o la mortaja del muerto. En estos días funciona para que las ánimas descansen. En los altares de los niños no debe faltar el izcuintle, que aparece aquí como un juguete, y que en la época prehispánica muchas culturas mesoamericanas consideraban que este perro ayudaba a los muertos a cruzar el caudaloso río Chiconauhuapan, último paso para llegar al Mictlán o inframundo.

Fundamentales son también los dulces, de leche, de nuez, de coco, de pistacho, las figuras de chocolate o azúcar, las palanquetas de cacahuete, los ates, el camote, la calabaza en tacha… su fin es hacer felices a los pequeños muertos. Y en todos los altares se hace presente la comida: mole, frijoles, tortillas, guajolotes, tamales, panes de huevo y otras muchas cosas más se ofrendan, al tiempo que se preparan todos aquellos platillos que más agradaban a cada difunto, dispuestos en el altar para complacerle en este día.

El chocolate, una bebida ritual en la época prehispánica; el pan de muerto, las frutas, símbolo del constante devenir y de los ciclos vitales; el licor, recuerdo de los acontecimientos agradables durante la vida; los juguetes de los niños; las calaveras de azúcar, alusión a la muerte siempre presente, y una gran cruz de ceniza, que ha de servir al ánima para llegar hasta el altar y poder expiar así sus culpas pendientes, son otros de los elementos que aparecen en ellos.

Altares y ofrendas del Día de Muertos constituyen pues la puesta en escena de la proximidad entre los vivos y los muertos. Éstos regresan brevemente a la vida para beber, comer, descansar y convivir con sus deudos. Este reencuentro vital convoca a la memoria impidiendo “dejar morir del todo” a los fallecidos. Por eso, esta celebración es, ante todo, una celebración de la memoria. Los rituales reafirman el tiempo sagrado, el tiempo religioso, y este tiempo es un tiempo primordial, es un tiempo de memoria colectiva. El ritual de las ánimas es un acto que privilegia el recuerdo sobre el olvido.