La Real Academia define masculinidad como “cualidad de lo masculino”, que a su vez asocia a lo varonil o enérgico. Dos adjetivos puntuales que no sirven en exceso para explicar algún que otro fenómeno sociológico que han vivido las sociedades occidentales en las últimas generaciones: la creación de un estereotipo de la condición del varón, su descalificación absoluta para muchos y la huída hacia esquemas desdibujados, híbridos, sucedáneos. Desde mediados del siglo XX, los valores masculinos parecen haber desaparecido del mapa para ser sustituidos por cualidades forzadamente asociadas a la sensibilidad femenina, patrimonializadas por el feminismo militado y militante, cuando muchos de ellos residieron siempre en la natural manera de ser del caballero. A la búsqueda desesperada de lo políticamente correcto, hordas de jóvenes imitan la fragilidad inconsistente de una imagen de cristal, ad usum Cristiano Ronaldo o Brad Pitt, sin detenerse a observar como en su propia familia y entorno han contado con la solidez madura y profunda, el arte del saber estar y la huella que permanece, de abuelos, padres o tíos. Incluso hermanos mayores. No se trata de volver a rudos sistemas de caminar o alzar los hombros John Wayne, o caducos esquemas patriarcales de sillón, zapatillas y periódico, frecuentemente asociados a dificultades para expresar sentimientos de afecto. Como en tantas realidades, siempre hay una tercera vía, pobre expresión que se refiere a la gran avenida central de amplísimo horizonte que supera la pobreza de dos pobres alternativas cuya oposición es engañosamente excluyente.
Brett y Kate McKay forman un matrimonio en Tulsa (Oklahoma) y difunden desde una ya no tan modesta página web con más de un millón de entradas mensuales lo que Ignacio Peyró denomina “valores de la hombría clásica”. Éste último, redactor jefe de cultura de un importante diario español, nos propone de la mano de Ciudadela la traducción y edición española de sus principales propuestas, “El gran libro de los hombres”. Mediante una original mezcla de tono grave y desenfadado, abordando las cuestiones más triviales pero penetrando a la vez en la escala de valores del varón en el siglo XXI, los McKay y Peyró huyen de todo esquema de libro de autoayuda o de caja de píldoras para la recuperación de la “masculinidad perdida”. Ofrecen directamente un manual de caballerosidad, con una sugestiva sistemática que permite al lector acercarse a su contenido desde su primera página o escogiendo cualquiera de sus capítulos, pues cada uno de ellos se refiere a los distintos papeles o roles que debe o puede adoptar el hombre de hoy. Así, contamos con los genéricos dedicados al caballero o al amigo, para pasar a los que analizan el perfil del amante, el padre… Sin olvidar figuras en las que la caballerosidad es imprescindible, no sólo en lo que a lo literario se refiere: el líder, el héroe, el aventurero. Y a tales perfiles se añade un capítulo final que requiere un pequeño salto intelectual: convertir lo que con tanta profusión denominamos valores en un término en desuso, “virtudes”, muy empleado por Aristóteles y con amplia base filosófica y antropológica. Peyró explica cómo hablar hoy de virtud en un caballero puede confundirse con la acepción religiosa del término, pero de la lectura de esas páginas finales se deduce con claridad cómo desde un punto de vista meramente etimológico, el mero empleo del concepto nos sitúa en un camino de recuperación de valores morales tan necesarios en tiempos de alarmante desorientación ética.
Peyró ha adaptado “El gran libro de los hombres” al lector español de 2011, escogiendo aquellos contenidos de la página web de los McKay que pudieran ser de mayor interés para un público con especiales características intelectuales y sociales. En muchas de sus páginas es fácil comprobar las especiales inquietudes del escritor, como en el elenco de obras literarias que recomienda en el apéndice, cuya selección no compartimos, pero que agradecemos sea más “hispánica” que la excesivamente anglosajona de los McKay. Opinables son también las recomendaciones sobre cómo organizar una despedida de soltero, ciertas costumbres en el protocolo que se exponen como leyes cuando en España no lo alcanzan a serlo o los curiosos ritos de iniciación para los niños y adolescentes. Todo ello no supone menoscabo de una obra magníficamente redactada, de lectura tan ágil como amena y con sobresaliente presentación. Quien escribe estas líneas concluyó su educación obligatoria en un centro público en los 80. Todavía recuerdo mi último día de clase, varios años después de concluida la Transición democrática y con la Constitución de 1978 ya en vigor. Conservo mi carnet escolar. En su reverso figura la frase “Dios te quiere bueno. La patria, abnegado. La sociedad, competente. La familia, educado”. Me llevaría una gran sorpresa si en algún colegio actual siguiesen imprimiéndose identificaciones así. Al menos es posible que nuestros jóvenes lean ahora libros de este tipo, ajenos a ideologías políticas pero bien cercanos a valores y virtudes universales.
Andrés Merino Thomas