Para el común de los mortales, casarse tiene mucho de arte. Quedarse viudo, una desgracia. Hechos tan frecuentes tienen en la biografía de un rey el rango de acontecimiento histórico. Si hablamos de Felipe II, el monarca que define la segunda mitad del siglo XVI en España, sus cuatro matrimonios y los lutos que siguieron conforman un semillero de interrogantes y reflexiones que ya en su tiempo provocaron la curiosidad, cuando no inquietud, de sus coetáneos. Desde entonces, cualquier estudio de la vida del rey incluyó referencia bastante a María Manuela de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Ana de Austria. Son los nombres canónicos con los que, en nuestro país, pasaron a la historia aquellas consortes. Porque muchos más títulos dinásticos correspondían a las infantas y princesas que subieron al altar con el más poderoso soberano de su tiempo. Con “Las cuatro esposas de Felipe II” (Rialp), Antonio Villacorta nos propone un acercamiento al perfil de cuatro mujeres que no dejará a ningún lector indiferente, pues supera ampliamente interpretaciones anteriores de la política matrimonial de los Austria. Especialista en el siglo XVI, el autor centra unas coordenadas dinásticas parala Monarquía de España que se confundían con las internacionales, hoy diríamos “geoestratégicas”. El periplo vital y político de Felipe II viene a completar la visión posibilista de los Reyes Católicos, que aún hoy se explica como la búsqueda permanente de alianzas en el marco europeo para el aislamiento de la monarquía gala. Con un matiz: la propia superación de la enemistad hispano-francesa en aras del fortalecimiento de la idea cristiana de Europa. Si Isabel y Fernando consiguieron, al menos temporalmente, dobles matrimonios tanto con Portugal como con el Imperio Alemán, así como el de su hija menor con Inglaterra, nuestro protagonista alcanzaría en toda su vida alianzas por medio del altar no sólo con las tres potencias citadas, sino con la propia Francia.
Es verdaderamente llamativo que Felipe II sólo conviviera en matrimonio veintitrés de sus setenta y dos años de vida. En ese periodo de tiempo, de una manera metafórica, el soberano recorrió a la inversa las estaciones del año. Su primer enlace, con la infanta portuguesa María Manuela, fue un corto invierno necesario por la dote que trajo consigo una prima carnal tan joven como él que falleció de sobreparto sólo dos años después. Un matrimonio acordado por su padre, Carlos V, naturalmente inclinado por la opción portuguesa. Pero para la segunda boda del entonces heredero Felipe, el Emperador impondrá una alternativa arriesgada, quizá la que más debate puede suscitar en la descripción y análisis que proporciona Villacorta. El autor presenta el enlace con María Tudor, la hija de Enrique VIII, como claro proyecto de contribuir al impulso reintegrar Inglaterra al catolicismo, aislar por enésima vez a los franceses, debilitar al protestantismo alemán y presionar a los rebeldes flamencos. Todo un proyecto histórico que una vez la guadaña de la muerte truncó. Pero Villacorta no se queda ahí. Se apunta a subrayar con acierto la existencia de aquella Escriptura ad cautelam de 4 de enero de 1554 que ya puso de relieve en su momento Geoffrey Parker, en la que un ya no tan joven Felipe puso serias objeciones a las capitulaciones matrimoniales, cuyo contenido haría las delicias de expertos en derecho canónico…
Cuando en noviembre de 1558 la previsible muerte de María libró a Felipe II, ya rey de España, del permanente otoño de Londres, los hechos dieron paso a la alternativa francesa. Villacorta subraya que Isabel de Valois, la hija de Enrique II, vencido en San Quintín, llegó como una niña a la corte de Madrid y en realidad no dejó de comportarse como tal. Fue una primavera en la vida del rey, que disfrutó por fin de una vida familiar que hasta entonces había tenido vedada. En este punto nos permitimos discrepar del autor, que sostiene que sólo con su cuarto matrimonio, con Ana de Austria, la halló el soberano. Pensamos que tampoco fue en 1570, con motivo de este último enlace, cuando el Rey Prudente encontró la “estabilidad emocional”. Afirmarlo es demasiado exagerado. Es cierto que su psicología se benefició claramente de la vida sencilla de su última consorte, de su sentido del orden, discreción, austeridad e incluso silencio, que hacían posibles largas horas de convivencia mientras el monarca se sumergía entre papeles y legajos de gobierno. La experiencia Austria fue, efectivamente, familiar, en el pleno sentido dinástico del término. Un verano cálido y afectuoso que se vio truncado en 1580. Después, el monarca permanecería viudo los últimos dieciocho años de vida. Nunca sabremos a qué esposa echó más en falta.
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