El 1 de septiembre de 1604 Michelangelo Merisi da Caravaggio se disponía a mostrar su última obra, una visión del Descendimiento. Las aceradas críticas que muchos de sus lienzos de género religioso solían recibir, siendo calificados de “poco espirituales”, le hacían estar preparado para cualquier reacción. A los treinta y tres años, su carácter conflictivo alcanzaba no pocas facetas de su vida. Se llevó, al menos en esta ocasión, una sorpresa, porque sus coetáneos admiraron sin fisuras la composición, algo que sitúa la pieza entre las más sorprendentes de su extraordinaria producción artística. Hoy podemos contemplar ese cuadro por primera vez en España. Con motivo de visita de Benedicto XVI a nuestro país para presidir los actos centrales de la Jornada Mundial de la Juventud, los Museos Vaticanos lo han cedido para su exposición temporal en el Museo del Prado, donde forma parte del itinerario temático organizado en torno a las pinturas sobre Cristo en la pinacoteca.
La opinión sobre el origen de la obra es prácticamente unánime: habría sido un encargo al autor por parte de Girolamo Vittrice, con destino al altar de la Piedad de Santa María in Vallicela, en la Iglesia Nueva que los miembros del Oratorio de San Felipe Neri había construido junto a su sede en Roma. El dato es en sí un interrogante, pues los fieles del Oratorio basaban buena parte de su espiritualidad en la oración contemplando pasajes como la Resurrección, mientras que el lienzo recoge el momento en el cuerpo de Jesucristo es recogido de la Cruz para ser sepultado. La escena no es, a simple vista, un entorno de uniforme elevación de las figuras pintadas. Constituye una absoluta consignación del duelo de quienes participan en la piadosa recogida del cuerpo sagrado. Como era su costumbre, Caravaggio vuelve a prescindir de fondo y contexto, empleando únicamente la losa que cubrirá la sepultura para dar pie a la representación absolutamente naturalista de unos personajes radicalmente sumergidos en su manejo del claroscuro, de luces y sombras que luchan entre sí para sobrevivir al sobresaliente sentido de la realidad que posee el artista. Naturalismo y realismo han de convivir con la majestuosidad y sencillez que precisa un pasaje evangélico. El resultado fue que quizá podamos afirmar que nos hallamos ante la obra más monumental del maestro. Para ello, une en cada participante de la acción cualidades físicas y psicológicas, tomando en común las vestiduras, según los usos de la época, algo que le apartaba de la tradición representativa de las Sagradas Escrituras, siempre fiel a las túnicas. Sólo en la imagen de Cristo, claramente inspirada en la Piedad de Miguel Ángel, acude al canon del sudario blanco. Curvando la tela, Caravaggio subraya el efecto del peso del cuerpo muerto. El Redentor toca con sus dedos una losa que sellará la sepultura y representa, con todo poder simbólico, tanto la piedra angular a la que los profetas y Él mismo se habían referido como un altar de sacrificio.
El gesto de los demás personajes conforma a la vez su reacción ante la muerte del Mesías y la monumentalidad del pasaje que quiere lograr el pintor. En primer plano, Nicodemo adquiere protagonismo. Con sus pies sucios, maltratados por el camino, con ese naturalismo brutal de los modelos del pueblo, de la calle, que finalmente llegaban a las obras del milanés. Era el judío que tiempo antes había acudido, de noche, a hablar con Jesús. Y de noche volvió, con ungüentos, para que le amortajaran y sepultarle. Parece sorprendido por el espectador, al que mira fijamente desde la composición. Caravaggio elimina a José de Arimatea, propietario de la tumba, y en cambio sitúa a San Juan, en una penumbra casi absoluta, no sólo para sostener el cuerpo. La mano del apóstol aparece tras la espalda de Cristo y sus dedos tocan la herida del costado. No podemos dejar de pensar en un auténtico prenuncio de las no lejanas dudas de Santo Tomás, quizá símbolo de las propias del artista, pues la cabeza del Redentor no habría de permanecer en un plano tan horizontal y requeriría por tanto otra forma de haberle sujetado. Tras Nicodemo y San Juan, la Virgen tiende sus brazos en cruz, trasmitiendo gesto de dolor sereno, espiritual, desbordado en la mirada hacia su Hijo. Pero también de asunción de esa función corredentora ya presente en el arte desde la Baja Edad Media. La identificación de María Magdalena y María de Cleofás, ambas al fondo pero muy presentes, viene siendo discutida por los especialistas. La mayoría piensa que quien seca sus lágrimas con un paño sería la primera. Del lienzo, que fue robado por las tropas napoleónicas en 1797 y veinte años después regresó a Italia, para ubicarse ya definitivamente en los Museos Vaticanos, se conservan al menos dos importantes copias: la que luce en su emplazamiento original en Santa María in Vallicela y otra en Ottawa, en la Galería Nacional de Canadá, realizada nada más y nada menos que por Rubens.
A mano alzada /// La presentación de El Descendimiento ante los medios de comunicación tuvo lugar en un extraño acto digno de análisis. Para subrayar la calidad de la obra, la ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, reivindicó ante varios obispos que su autor “no respetó ninguna de las convenciones de su época” y “fue un homosexual disoluto y camorrista”; el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio Rouco, improvisó una larga intervención, sorprendiendo que la organización de la JMJ no le hubiera preparado discurso alguno. A Miguel Zugaza, director del Museo, se le destino a hacer las veces de presentador-relator del acto, permaneciendo en pié tras una columna. Ministerio, Arzobispado-JMJ, Museo… ¿quién diseñó el protocolo? Todo un cuadro.
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