La Constitución de 1812, cuyo II Centenario estamos a punto de conmemorar, incluía en su artículo 198 la lógica posibilidad de que en caso de fallecimiento de un rey, siendo su inmediato heredero menor de edad, su viuda fuese nombrada tutora del nuevo monarca, mientras la hasta entonces la reina consorte… no contrajese matrimonio. Este precepto legal estaba vigente el 29 de septiembre de 1833, cuando Fernando VII murió en el Palacio Real de Madrid, siendo sucedido en el trono por una niña a punto de cumplir tres años, Isabel II. Y lo estaba tres meses después, al finalizar el año, cuando María Cristina de Borbón, ya nombrada Reina Gobernadora, contraía matrimonio secreto cuya validez es hoy cuestionada. Era una joven de veinticinco años que había recorrido apenas un tercio de su biografía. Buena parte de lo que pasó antes y después es el objetivo de “La Reina de oros” (Libros Libres), el último ensayo de José María Zavala. Interesado en los aspectos mas controvertidos de los Borbones, el escritor vuelve a abordar un personaje dinástico de primera fila. Desde la primera página parece decidido a revisar el perfil histórico de una de soberana consorte a la que la historiografía del último tercio del siglo XX había acercado al lector desde una perspectiva política pero no excesivamente personal. Y lo hace, además, subrayando un plano original: el interés económico que presidió muchas de las decisiones de la retratada, de la que recuerda enseguida el “acuciante deseo de enriquecerse” con que la definió uno de sus primeros biógrafos áulicos, el propio Natalio Rivas.
Partiendo de una base común de coordenadas indiscutibles sobre el personaje como cuarta consorte de un Fernando VII obsesionado por lograr descendencia en el ocaso de su reinado, de su procedencia napolitana, una corte unida a la de Madrid no sólo por los lazos familiares sino por comunes costumbres palaciegas conspirativas, el autor camina por libre en puntos que convierten la obra en aportación sugestiva. Lo hace sumándose a posiciones, pero desde fuentes distintas que, desgraciadamente, cita de forma genérica, como “fondos documentales sobre María Cristina de Borbón” o legajos inéditos custodiados en el Archivo Histórico Nacional, algo incómodo a la hora de plantear cualquier debate. Zavala se une, por ejemplo a las tesis de Comellas o Carmen Llorca sobre los sucesos de 1832. Niega como ellos la leyenda de la bofetada de la Infanta Luisa Carlota a Tadeo Calomarde para defender los derechos de su sobrina, la Princesa de Asturias Isabel, al trono, frente a la pretensión del Infante Carlos María Isidro. Es claro deudor de la investigación y estilo incisivo de Juan Balansó, pero con una diferencia notable, pues parece haberse librado del peso de coordenadas ideológicas que restan siempre agilidad y credibilidad a las teorías y aportaciones.
Zavala revisa de arriba abajo la almibarada leyenda rosa sobre el enamoramiento de la reina con posterioridad de la muerte de su esposo. Parece probado que María Cristina conoció al guardia de corps Agustín Fernando Muñoz con anterioridad, y que la boda se celebró con tales defectos de forma que hasta la ceremonia que tuvo lugar años después el matrimonio puede considerarse inválido. Pero precisamente la intensidad, en ocasiones casi obsesiva, del autor al desplegar sin excesivo andamiaje una sólida construcción de argumentos para atacar a la pareja, para presentar a la reina y su nuevo consorte como corruptos natos, provoca el efecto contrario al inicialmente previsto: la viuda de Fernando VII no debió ser empresaria. Está claro. No fue estético. Probablemente tampoco ético. Y desde luego su implicación con negocios y comisiones con socios e intermediarios como el marqués de Salamanca, el general Narváez o el banquero Nazario Carriquiri, un interesante personaje, poco conocido pero traído a primera línea en la investigación, no benefició en absoluto la causa de la popularidad de la dinastía ni de la Reina Isabel II. Otras críticas menores deben ir, lógicamente, al final de nuestra reseña, como la perplejidad que causa leer en el texto expresiones como “un majestuoso Te Deum, orquestado (sic) en Santa María de la Almudena”, que nos obliga a elegir si preferimos subrayar primero que esa pieza musical litúrgica se interpreta o que difícilmente pudo emplearse “la Almudena” cuando comenzó a construirse a finales del XIX, ya fallecida la soberana biografiada…
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