En la biografía de toda soberana o princesa europea hay siempre un momento ineludible que aborda de lleno una faceta poco conocida de la historia del Arte. A la hora de concertar su matrimonio, las familias reales que iban a entrelazar sus frondosas ramas genealógicas intercambiaban, naturalmente, retratos de los novios, para conocer por anticipado los rasgos de los contrayentes. A principios de la Edad Moderna comenzó a ser muy frecuente que circulase junto a la correspondencia diplomática un obsequio más personal. Los propios novios se regalaban pequeños retratos, de minúsculo formato. Eran efigies más íntimas, que podían llevar consigo permanentemente, después de haber formado parte, incluso, incluso, de grandes retratos de corte o aparato. Como de costumbre, la nobleza comenzó a imitarlos. En la temática y al encargar su composición a grandes maestros. Hoy pueden contemplarse decenas en grandes museos, pues no pocas colecciones privadas han ido incorporándose a las grandes galerías estatales. Ha sido el caso del Museo Nacional de Prado, que acaba de abrir al público una interesante exposición sobre el género, con motivo de la presentación del catálogo razonado de las ciento sesenta y cuatro miniaturas y dieciséis pequeños retratos que conserva desde que comenzó a atesorarlas en 1867. Hoy, a través de donaciones, legados y adquisiciones, la pinacoteca posee una de las más relevantes de los museos españoles. Su recorrido permite subrayar el valor exquisito de aquellas selectas piezas que, por sí solas, como broches o pendiendo de ricos collares, o como broches, hasta ahora ha sido prácticamente desconocido por el gran público.
La base de la colección procede de la de Arturo Perera y Prats, adquirida por el Estado a sus herederos en 1980. Y de ella procede también el pequeño retrato del entonces Archiduque Francisco José, futuro emperador de Austria y rey de Hungría, atribuido a un importante miniaturista de escuela centroeuropea, Daffinger. En apenas diez centímetros de altura, un niño de diez años, de rostro infantil, sonrosado, al que aún siguen peinando con tirabuzones, aparece vestido con ropa escolar. Su chaleco, en verde oscuro, es más cercano a un cómodo atuendo burgués que al de un heredero dieciochesco. Pero modelo y pintor ya estaban en pleno siglo XIX. El protagonista ha dejado su gorro boca arriba, casi descuidadamente, todo lo contrario que hubiera hecho al posar oficialmente cualquiera de sus antepasados en el trono de la Viena imperial, para poner su mano derecha en jarra y sostener con la izquierda un largo arco de juguete que le han coronado con una pequeña crin. Quizá descansa en medio de sus juegos, o de largas sesiones con preceptores y profesores en palacio. A pesar de tan acogedor planteamiento, el paisaje de fondo está claramente enmarcado por la columna que se eleva a la derecha, rotundo símbolo de soberanía y firmeza, de su alto destino como gobernante. Que una gran nube proteja la pálida tez de su rostro infantil en miniatura podrá ser interpretado como protección divina, pues la armonía triunfa en la composición. ¿Quién sería el destinatario de la miniatura? Su madre, la poderosa archiduquesa Sofía, bien pudo recibir un regalo así. O cualquiera de sus hermanos, primos o de la pléyade de miembros de la tan fecunda familia imperial que acostumbraban a intercambiar retratos.
A Michael Moritz Daffinger, se le llamó con acierto el Isabey austríaco, pues su estilo es verdaderamente paralelo, en delicado y refinado trazo, al de su coetáneo francés. Es cierto. Como recuerda Carmen Espinosa en el catálogo al que hemos hecho referencia, ambos coincidieron en el Congreso de Viena. Que durante al menos diez años compartieron un estilo sobrio y preciso en el dibujo lo atestiguan muchas de sus obras. Pero éste, pintado casi veinticinco años después de la gran cita internacional que intentó por dos veces poner orden ala Europa post-napoleónica, demuestra una influencia posterior mucho más intensa. Nos referimos a la del artista británico sir Thomas Lawrence (1769-1830), de paleta más rica, brillante, intensa. Quizá, por ello, de mayor poder psicológico y evocador. Una miniatura, en fin, que merece la pena ver de cerca.
A mano alzada /// La ubicación de la exposición en la primera sala de la cámara acorazada del Museo, en su sótano (edificio Villanueva), junto al Tesoro del Delfin, es un guiño a la calidad de las piezas expuestas. Fue precisamente Felipe V, el monarca español que heredó de Luis de Borbón, primogénito de Luis XIV, la colección que luce en habitualmente en esa cámara, el que introdujo en España el uso del retrato-miniatura al uso francés para su distribución cortesana.
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