No contamos con una definición unánime sobre el término Grand Tour, ese apasionante viaje de estudios con el que los jóvenes británicos iniciaban sus primeras experiencias vitales, o al menos estéticas, cruzando el Canal de La Mancha para hacer una gira por Europa. Pero ningún autor niega que cualquier estancia en el Viejo Continente que quisiera denominarse así debía incluir al menos una buena lista de ciudades de Francia y la península italiana. En éste último caso no eran muchos los que llegaban a Campania o más al Sur. Hasta que, en el segundo tercio del siglo XVIII, unos jóvenes monarcas se encargaron de poner de modala Antigüedad clásica en el reino de Nápoles. Nos referimos a Carlos VII de Borbón, el primogénito de Isabel de Farnesio y Felipe V de España, que alcanzaría tras una aventura mediterránea de más de dos décadas el trono madrileño, y su consorte, María Amalia de Sajonia, la princesa centroeuropea que fue su única compañera. De aquella inquietud cultural que en sus antepasados llamamos tan abiertamente mecenazgo nos queda hoy un interesante testimonio en forma de óleo sobre lienzo, que recoge la inquietud femenina de una reina. Hemos oído con frecuencia que el futuro Carlos III promovió las excavaciones de Pompeya y Herculano, pero quienes visiten el Museo Nacional del Prado pueden comprobar una inusual prueba de interés femenino regio por la cultura romana. Nos referimos al cuadro que el modenés Antonio Joli pintó hacia 1759 con la visita que la propia María Amalia hizo al Arco de Trajano en la localidad de Benevento. Con motivo de la donación de la pieza al Museo del Prado por parte de su Fundación de Amigos, la pinacoteca la ha expuesto junto a otras obras que sitúan su contexto.
Joli ha sido considerado tradicionalmente un artista centrado en la escenografía, la vedute, pero esta vez nos regala todo un despliegue sobre el paisaje arquitectónico que convive con su especial preocupación, un mensaje clave: trasladar al espectador la nueva actitud de los viajeros del Grand Tour. Gracias al fomento de los soberanos y gobernantes de la época, a su protección a excavadores e investigadores y al impulso de sus programas, se había conseguido empapar a los estudiantes extranjeros primero en la curiosidad, para más tarde sumergirles en auténticos programas de estudio que incluían la copia del natural de los monumentos o esculturas. Nos parece importante subrayar estos la convivencia de estos deseos del autor por ensalzar la magnificencia regia –prueba de su objetivo de lograr una buena imagen y empleo de pintor de la corte napolitana, a la que había llegado con su protector, Lord John Brudenell- con su interés por mostrar las inquietudes científicas. Pero hay en la composición algunos interrogantes que merece la pena abordar. Sin duda el cuerpo central del gran Arco, levantado en 114 d. C. en la Vía Trajana, a de compartir protagonismo con otros volúmenes como los restos del teatro romano de la ciudad, cuyo aprovechamiento urbano es reflejado con cierta idealización pero bajo la indudable sentencia del tiempo. Cronos es acusado igualmente por el templo cercano, pero la copa de un frondoso árbol acude en su defensa. El maestro ha elegido idealizar.
Con la lógica excepción de la soberana y su séquito, Joli nos propone un interesante juego de parejas. Aunque el lector que todavía no ha visto el cuadro al natural no pueda apreciarlo con nitidez, le invitamos a que cuando lo vea al natural compruebe que los demás personajes que aparecen lo hacen en virtud de su diálogo. Bajo un cielo azul netamente mediterráneo, el especialista enseña a dos discípulos a copiar los relieves con luz natural. Son dos los transeúntes que caminan por la Vía Trajana, seguidos también por dos jinetes a caballo. A un caballero que está a punto de atravesar el arco aguarda un joven; de nuevo un par. En el río, son dos parejas de adultos quienes pescan… Esta dualidad estética podría responder a infinitos motivos de los que no tenemos noticia. La visión global de una obra exquisita nos hace pensar incluso en las dos columnas, perfectamente asentadas, del monumental arco imperial. Quizá el caballero que indicaba con su bastón ala ReinaMaríaAmalia le explicó cómo fue posible que de toda aquella grandeza sólo quedasen, en pleno siglo XVIII, unas pocas ruinas. Menos mal que alguien decidió pintarlas con motivo de una regia visita que fue la mejor publicidad de su tiempo para esos viajes de estudios que hoy llamamos Grand Tour.
A mano alzada /// Antonio Joli no consiguió su objetivo. Aunque en la primavera de 1759 decidió quedarse en Nápoles, la muerte de Fernando VI, a miles de kilómetros,en agosto de ese año, no sólo cambió la vida de millones de españoles, sino de los propios napolitanos. El Rey Carlos se marchó para ocupar el trono español, y en la capital quedó como monarca un niño, Fernando I, bajo la Regencia del Marqués de Tanucci. Pero en 1762 fue nombrado pintor del Teatro Real de San Carlos, ocupando el mismo puesto hasta su muerte quince años después.
La artista visual alemana Hito Steyerl vuelve al Museo Reina Sofía Bajo el título Hito…
La artista vizcaína Damaris Pan ha sido la ganadora de la 39ª edición del Premio…
El estudio Mesura diseñará el Guest Lounge de ARCOmadrid 2025 El estudio de arquitectura Mesura…
En noviembre de 2004, uno de los musicales más recientes de la cartelera teatral londinense…
El Museo Picasso Málaga muestra hasta el próximo 15 de diciembre Meyerowitz. Europa 1966-1967, una…
El ministro de Cultura, Ernest Urtasun, compareció a petición propia, ante la Comisión de Cultura…