A finales de la última legislatura, una exposición muy ideologizada en el Museo Nacional de Escultura, “Figuras de la exclusión”, volvía a absolutizar, bajo prismas de radicales perspectivas de género, cualquier visión artística sobre la mujer en el pasado. Pero incluía una interesante tabla de Pedro de la Cuadra que por su condición de bajorelieve quizá fue poco apreciada por los visitantes. El escultor, coetáneo de Gregorio Fernández, trabajó en ese espectacular Valladolid del Siglo de Oro en el que varios maestros plasmaron mediante alegorías la teología de la Contrarreforma, uniendo la riqueza de la simbología católica preexistente con nuevas apuestas iconográficas. Se atrevieron a adentrarse por caminos estéticos poco explorados, dejando huellas de su paso por reflexiones y apuestas formales y cromáticas más que inquietantes. Es el caso de la “Alegoría de la Justicia” que nos ocupa, una curiosa mezcla de tradición y modernidad.
La representación de la Justicia como figura femenina proviene de la Antigüedad, pero en este caso llama la atención que ésta no aparece como una mujer con los ojos vendados. No ciega, como erróneamente se define en tantas descripciones. La justicia no ha de ser ciega, sino administrarse sin otra visión que el bien pasado, presente y futuro, visto “desde el interior de la equidad”, algo que en el Renacimiento y Barroco no necesitaron recoger en sus representaciones los artistas, que pedagógicamente se bastaron de los atributos que la mujer portaba en sus manos para encarnar el poder de la Virtud ensalzada. En la mano derecha, siempre, la espada de doble filo. En la izquierda, la balanza. Es evidente que el espectador ya navega en la reflexión del motivo por el que el autor labró a la mujer recostada. No basta que fuera un bajorelieve. Sin duda, era una pieza más de un retablo conjunto, en el que la Justicia era un atributo sobre el que descansaban otras de la composición. Que se hubiera dispuesto en la parte baja no debe hacernos pensar que fuera menos importante. Quizá bien pudo ser porque otros personajes fueron justos antes de alcanzar otras virtudes… Y no por lucir, recostada, como decimos, la Justicia fue la menor. La mujer-alegoría representada apoya su brazo, codo desnudo en ángulo agudo, descuida ligeramente la balanza, que queda depositada cuidadosamente en el suelo.
La excepción formal de De la Cuadra no es una herejía estética, ni una Justicia derrotada. Cualquier objeción halla consuelo en la rotundidad de la figura. La policromía del atuendo de la mujer no oculta que sus senos son los de una Virtud firme, decidida, voluntariosa, a los que la ley de la gravedad no vence porque la madera no encontró desafío. Tampoco sufre la ley vertical ni un vientre que se adivina fecundo, ni un solo pelo del cabello, a la moda castellana e isabelina. La espada descansa horizontal, pero en el manto rojo y oro de una dignidad que no huye de sangres y honores. Es una Virtud vencedora. El fondo, desnudo como los pies, nos lleva a un tiempo de permanencias donde los símbolos de verdad llevaban a lo representado. Nos hallamos quizá ante una de las representaciones más atípicas de Virtud en un siglo donde lo heterodoxo no era precisamente aplaudido. Un mensaje enviado a sus coetáneos por un maestro de certezas en el Arte. Esas certezas que en un mundo laberíntico todos necesitaban para sobrevivir.
Andrés Merino Thomas
A mano alzada /// La pieza procede del vallisoletano Convento de Nuestra Señora de la Merced, de donde salió tras las Desamortizaciones del s. XIX. En la actualidad figura en las colecciones del Museo Nacional de Escultura, donde puede contemplarse. Es curioso que su autor, como otros maestros en la estela de Gregorio Fernández, no han tenido excesiva buena prensa para los historiadores. Jesús Urrea ni siquiera lo define como barroco, sino “tardomanierista” e “imitador tardío de Fernández. La sombra de lo “tardío” parece ser siempre un baldón para nuestros maestros, que no perdonan la falta de puntualidad a la hora de elaborar cronogramas de épocas y estilos.
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