El pintor orientalista Josep Tapiró (Reus, 1836 – Tánger, 1913) alcanzó una notable fama internacional en vida, para más tarde ser casi olvidado. Cien años después de su muerte, su obra, dispersa por medio mundo, se revela de una extraordinaria calidad y le sitúa en un lugar destacado en el contexto internacional de la pintura de este género.
Del 17 de abril al 14 de septiembre de 2014
Museu Nacional d’Art de Catalunya
Josep Tapiró. Pintor de Tánger, junto con la exposición que el museo dedicará el próximo otoño al artista Carles Casagemas, inicia una línea de trabajo de recuperación y reivindicación de autores catalanes a través de muestras monográficas.
Por otro lado, en la nueva presentación de las colecciones de arte moderno que el Museu Nacional inaugurará en septiembre próximo, el orientalismo en general y las obras de Tapiró en particular tendrán un lugar destacado como ejemplo de los nuevos temas que desde finales del siglo xix ocupan a los artistas -del exotismo a la visión etnográfica del «otro»-, así como del gusto cosmopolita de sus clientes.
Josep Tapiró Baró fue el primer pintor peninsular que se instaló en Tánger, acercándose a la vida tradicional marroquí. Este paso decisivo, cuando ya era un artista reconocido y con taller en Roma, le lleva mucho más lejos que la mayoría de pintores orientalistas: más allá de lo pintoresco y la ensoñación literaria.
Tapiró había descubierto Tánger, ciudad considerada «la puerta de África», unos años antes de tomar la decisión de instalarse en ella, en 1871, durante un viaje en compañía de sus amigos Mariano Fortuny y Bernardo Ferrándiz. Aquel primer viaje dejó en él una profunda huella y le reveló los que iban a ser los grandes temas de toda su obra: la representación de la vida tradicional norte-africana y sus protagonistas.
En Tánger, Tapiró viviría desde 1877 y hasta su muerte, y durante todos esos años el pintor realizó una aproximación casi científica a la sociedad magrebí. Además de su magnífica calidad artística, su obra es un significativo documento testimonial de un mundo en retroceso ante la presión colonialista europea. Tapiró pudo experimentar en directo la extraordinaria transformación urbana y cultural que vivió la ciudad. El pintor se sumerge e implica en aquella realidad y huye de los lugares comunes de moda desde el romanticismo. Busca la verosimilitud y en sus obras rompe con el «sueño oriental» alimentado por los relatos de los viajeros y recreado por la literatura, un sueño que fascinaba en Europa y en Norte América. En la obra de Tapiró, inspirada por la filosofía positivista, hay rigor documental y un cuidadoso objetivismo.
El pintor hace amigos entre los musulmanes distinguidos, también entre los judíos de la ciudad y entre la colonia de occidentales allí establecidos o de paso. Consigue entrar en lugares hasta entonces vedados a los extranjeros, asiste a las ceremonias religiosas e, incluso, parece que llega a disfrazarse para colarse en un gineceo y así poder asistir a la ceremonia de preparación de una novia. Las bodas, las tradiciones religiosas y las escenas de la vida doméstica, que él describe con todo detalle, constituyen un verdadero relato pictórico de los aspectos más atractivos de la vida tradicional tangerina.
La vertiente creativa más significativa de este artista son sus meticulosos retratos de santones, novias, músicos ambulantes, jerifes, bandidos, criados e indigentes, que fueron inmortalizados por sus pinceles y muestran la pintoresca diversidad humana del Tánger del siglo xix.
Pero además del indiscutible valor documental de su obra, Tapiró fue un artista absolutamente extraordinario, de marcada personalidad y lenguaje propio, y un virtuoso acuarelista, en un momento en el que la acuarela era una técnica muy apreciada, sobre todo en el mercado artístico anglosajón, donde él comercializaba sus creaciones.
La extraordinaria veracidad de sus pinturas, que conseguía mediante una ejecución minuciosa, respondía a la búsqueda de un escrupuloso realismo, uno de los aspectos más característicos de su arte. Este rasgo le distingue de las primeras generaciones de pintores orientalistas, impulsados por una visión romántica, idealizada y literaria.
Las composiciones de Tapiró van más allá de los estereotipos y lugares comunes propios de la pintura orientalista. La experiencia directa les otorgaba una sustancial autenticidad. Se puede afirmar que durante décadas su estilo se mantuvo casi inmutable, impermeable a cualquier innovación, y siempre al margen de la modernidad, lo que contribuiría a su posterior olvido.
Josep Tapiró Baróse formó en Barcelona, en Llotja, con Claudi Lorenzale, y en Madrid, en la Escuela Superior de Pintura y Grabado, con Federico Madrazo. La primera etapa de su trayectoria transcurrió en Roma, junto a Mariano Fortuny (Reus, 1838 – Roma, 1874), su amigo desde la infancia.
Tapiró se especializó en la técnica de la acuarela y la aplicó a la representación de temas costumbristas, y sobre todo, de tipos populares, consiguiendo un notable éxito comercial.
En 1871 realiza un primer viaje a Tánger con Fortuny. En 1877, tres años después de la muerte de su amigo, cuando Tapiró ya era un pintor reconocido, abandonó Roma para establecerse en la ciudad marroquí. Allí adquirió una casa, en plena medina. Además, cerca del puerto, en un edificio que había sido un teatro, instaló su estudio museo. En su ciudad adoptiva, pronto consiguió reconocimiento, tanto es así que la calle dónde estaba situado su taller pasó a llamarse calle Estudio Tapiró. En este lugar pintó acuarelas que vendía en Londres a precios elevados, y que a menudo fueron elogiadas por el público y la crítica. En Inglaterra, en la época victoriana, la técnica de la acuarela gozaba de un gran prestigio y el género orientalista, además, tenía una gran aceptación.
El pintor recibió importantes premios y llegó a convertirse en uno de los artistas más reconocidos de su tiempo, pero también ha sido uno de los más olvidados posteriormente. En Tánger, a causa de la superación de su pasado internacional; en Cataluña, por el alejamiento del pintor durante décadas y por el hecho de que parte importante de sus trabajos se comercializaron en el mercado internacional, por lo que se encuentran dispersos por medio mundo.
El orientalismo
Desde la campaña de Napoleón en Egipto, en 1798, el mundo islámico se convierte en un lugar común del imaginario romántico. Los intelectuales europeos idealizan la cultura, la historia y los paisajes de unos lugares que a menudo sólo conocen por las descripciones de los viajeros. La literatura contribuye con fuerza a alimentar esa imagen y escritores como Lord Byron, Chateaubriand, Víctor Hugo o Heinrich Heine recrean en sus textos un mundo exótico y fascinante. A lo largo del siglo xix, artistas como Eugène Delacroix, Ingres, David Roberts, Fromentin o Decamps elaboran los estereotipos de lo que vino a llamarse el «sueño oriental». Un sueño lleno de misterio, de pasiones y placeres sensoriales, y también de inquietante crueldad, que en realidad respondía a un deseo de escapar de un mundo cada vez más mecanizado y moderno.
El orientalismo peninsular
El orientalismo peninsular se inscribe plenamente en el orientalismo europeo y se adapta a los planteamientos estilísticos de cada momento. Sin embargo, la herencia musulmana y la proximidad geográfica con África lo hacen singular. Para los románticos, Andalucía era el único reducto oriental que quedaba en Europa. La evocación del pasado musulmán fue una verdadera moda, y así se refleja en el arte, la literatura e incluso en la arquitectura, con la aparición del estilo neomudéjar en las últimas décadas de la centuria.
Jenaro Pérez Villaamil (El Ferrol, 1807 – Madrid, 1854) fue el introductor del género en España. Influido por lecturas románticas, por la contemplación de grabados y por un encuentro con, David Roberts, a quien conoció en Andalucía en los años 1830, Pérez Villaamil pintó evocaciones del pasado árabe, recreaciones de escenas históricas y paisajes imaginarios. Posteriormente Eugenio Lucas (Madrid, 1817-1870) y Francisco Lameyer (Puerto de Santa María, 1825 – Madrid, 1877), que coincidiría con Fortuny en Tetuán, cultivaron un género cada vez más popular.
En Catalunya empezaron a pintarse escenas de este tipo a finales de los años 1840 pero quien representó el tema con más frecuencia fue Claudi Lorenzale, líder de la escuela nazarenista y maestro de toda una generación de artistas, entre ellos Mariano Fortuny y Josep Tapiró.
Por otra parte, la guerra hispano-marroquí de 1859-1860 descubrió Marruecos a los artistas peninsulares, especialmente a Mariano Fortuny, que viajó al norte de África a cargo de la Diputación de Barcelona para documentar una serie de batallas. África le descubre a Fortuny no sólo una temática fascinante sino también la luz y el color que incorpora a su obra a partir de ese momento y que le harán internacionalmente famoso. Las obras de Fortuny son obras maestras del género, y tuvieron una enorme influencia en el imaginario europeo.
El orientalismo de taller tuvo especial éxito en Cataluña durante la expansión económica de los primeros años de la Restauración, conocidos como la Febre d’Or. Entre los artistas más destacados de aquella época se encuentra Francesc Masriera (Barcelona 1842-1902), que pintó numerosas obras que describían un ambiente sofisticado y decadente, en consonancia con los gustos del momento.
Al mismo tiempo, aparecieron también algunas visiones más realistas, obra de discípulos de Ramon Martí Alsina, como el paisajista Francesc Torrescassana (Barcelona, 1845-1918), o el propio yerno del pintor, Josep Lluís Pellicer (Barcelona, 1842-1901), que desde posiciones más comprometidas con la realidad, y habiendo viajado a Oriente, se atrevieron a pintarlo.
Datos de interés:
Del 17 de abril al 14 de septiembre de 2014
Organiza y produce: Museu Nacional d’Art de Catalunya (Parque de Montjuïc. 08038 Barcelona)
Comisario: Jordi À. Carbonell
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