La exposición se articula desde la “arquitectura emocional”, un principio planteado por el propio artista en su artículo homónimo publicado en 1954, que fundamenta toda la teoría y estética de su trabajo, tanto en el diseño de edificios, como en pintura, escultura, grafismo o en la poesía visual. Con ese concepto, Goeritz apelaba a la necesidad de idear espacios, obras y objetos que causaran al hombre moderno una máxima emoción, frente al funcionalismo, al esteticismo y la autoría individual.
El proyecto artístico de Goeritz, representativo de la emergencia de utopías artísticas en América Latina tras la posguerra, renueva el relato habitual de la modernidad a partir de los años 50, simplificado en la tensión bipolar de la Guerra Fría cultural, e introduce nuevos vocabularios y roles del arte. La exposición reconoce y señala la amplitud y originalidad de Mathias Goeritz en medios tan diversos como pintura, escultura y arquitectura.
Más de 200 obras entre dibujos, bocetos, maquetas, fotografías, esculturas y cuadros sobre tabla, revelan el carácter experimental, analítico e incluso lúdico de la producción de Mathias Goeritz. La muestra plantea un recorrido por los trabajos cruciales y más emblemáticos del artista y pone de manifiesto cómo el conjunto de su obra y actividad surge de la asunción del arte como proyecto meta-artístico, extendiéndose al ámbito de lo social, lo político y lo público. El principio de colaboración, la libertad de creación y la recuperación de las funciones sociales del diseño sobresalen como algunos de los principales factores que fraguan su trayectoria.
El grueso de las obras expuestas proceden de familiares de Goeritz (en particular la colección de Ida Rodríguez Prampolini y Daniel Goeritz Rodríguez, esposa e hijo del artista, así como el fondo donado al Instituto Cultural Cabañas por su última compañera, Ana Cecilia Treviño) y de diversas colecciones privadas de México, Europa y Estados Unidos. Asimismo figuran archivos como el del CENIDIAP (Centro Nacional de Documentación e Información de Artes Plásticas-INBA) o de artistas cercanos a Goeritz, como el de la escultora Helen Escobedo o de la Fundación Armando Salas Portugal..
España, México y expansión internacional
Goeritz es un ejemplo de artista que supo ampliar y personalizar su discurso a partir de lo aprendido de cada uno de los contextos en que vivió. Dialogó tanto con el neoprimitivismo como con el muralismo mexicano o con la arquitectura del Movimiento Moderno. Y lo hizo trascendiendo cualquier limitación para universalizar una obra que cobraba formas hoy asociadas a lo mejor del arte público del pasado siglo.
Goeritz creyó en el trabajo artístico como fruto de empresas colectivas y colaborativas, así como en la capacidad de los creadores para cruzar fronteras. Por ello, indagó en la posibilidad de conectar escultura y arquitectura de un modo innovador y especulativo, de modo que las antiguas distinciones entre disciplinas se difuminaran para enriquecerse mutuamente.
La invención de Goeritz llegó a ocupar de manera profusa el espacio público y privado de México y de otros países: celosías de poesía concreta y poemas escultóricos dentro y fuera de edificios comerciales y hasta un poema concreto esculpido en una lápida. Muros, torres y pirámides se dispusieron en plazas y conjuntos habitacionales mientras sus ambientes lumínicos poblaron de vitrales las iglesias más relevantes, incluida la Catedral Metropolitana de México DF.. A la par, sus anagramas escultóricos como imagen corporativa o conmemorativa se hizo presente en las zonas industriales y en parques públicos. Dentro de la lógica multireproductiva asociada al diseño que define su producción, sus clouages y monocromos dorados pasarán del ámbito doméstico al mural, a ser celosía o muro plegado en los edificios de grandes corporaciones.
Recorrido
La muestra se abre con una sección dedicada al Museo Experimental El Eco, un manifiesto y un espacio antifuncionalista donde materializó en 1953 su concepto de arquitectura emocional y en el que comienza a definirse su producción ulterior. Sobresale en este conjunto la colaboración mural de artistas como Carlos Mérida y Henry Moore, la escultopintura de Germán Cueto y la escultura del propio Goeritz: la colosal Serpiente de El Eco (1953).
Conocida inicialmente como Ataque, esta formidable escultura que sorprendía a los visitantes del nuevo Museo en un patio abierto, consiguió en poco tiempo que su geometría retorcida pusiera en estado de alerta a los realistas sociales y, una década después, a los impulsores del minimalismo estadounidense que, de manera defensiva, pusieron en entredicho el carácter precursor de esa escultura transitable y con funciones de entorno performático.
En ese Museo experimental, patrocinado por el empresario Daniel Mont, Goeritz también produjo un primer poema visual monumental, además de un muro monocromo. Tras la muerte de Daniel Mont en 1953, la pérdida de financiación truncó en parte el proyecto.
En estos primeros momentos intentó acercarse al grupo de los muralistas y grabadores del realismo social mexicano apoyándose en la figura del recién fallecido José Clemente Orozco, máximo exponente del movimiento, y a quien de inmediato rindió homenaje mediante un monumento que un sector de artistas identificó con soluciones estéticas afines a la abstracción. Aun así, este gesto fue considerado por los detractores de Goeritz como una profanación, firmada por un impostor extranjero procedente de las filas del formalismo artístico.
Goeritz no cejó en su empeño artístico y apostó por el empleo de la escala monumental, hasta entonces un recurso asociado con los muralistas. La polémica que desató con ello, así como con la organización de exposiciones dedicadas a figuras del arte europeo vetadas por la Escuela mexicana o algunos creadores locales, resultó determinante para darse a conocer públicamente en la escena artística mexicana.
La siguiente sala está dedicada a las Señales urbanas y desarrollo inmobiliario. El principio de arquitectura emocional formulado por Goeritz contemplaba una acepción invasiva de ocupación del espacio público, siendo esta variable precisamente la que determina los nuevos modos de relación con la estética monumental. En este contexto, las Torres de Ciudad Satélite (1957) se convirtieron en una señal urbana primordial.
Las Torres -en origen siete prismas afilados de los que finalmente sólo se construyeron cinco, con alturas entre 37 y 57 metros- fueron ideadas para ser vistas circulando en coche, para elevarse todavía más cuando el observador se acerca a ellas. La favorable recepción crítica de estos colosos en hormigón armado los convirtió enseguida en emblema nacional de modernidad, erigiéndose en icono del discurso en boga del desarrollismo.
A continuación figura La Ruta de la Amistad, un proyecto de arte público que coordino Goeritz durante los Juegos Olímpicos de México de 1968, dentro de la llamada la Olimpiada Cultural, y que eclipsó al muralismo. A lo largo de 17 kilómetros de la Avenida Periférico de la Ciudad de México, se erigieron 19 esculturas de artistas de diversas nacionalidades, todas realizadas en hormigón armado y algunas superando incluso los 25 metros de altura.
A este conjunto se añadieron tres proyectos especiales, situados en los principales enclaves donde se celebraban las pruebas deportivas. El corredor, de
Germán Cueto, fue colocado en el Estadio Olímpico Universitario, entre el mural exterior de Diego Rivera (La universidad, la familia mexicana, la paz y la juventud deportista) y el de David Alfaro Siqueiros en el edificio del Rectorado. El estable de Alexander Calder, Sol rojo, se dispuso junto al Estadio Azteca; y en el Palacio de los Deportes La Osa Mayor, del propio Goeritz, compuesta por un conjunto de columnas de sección estrellada y cuya disposición en planta remitía al dibujo de dicha constelación. Con la Ruta de la Amistad se afirmó una nueva manera de pensar el arte público, que dejaba de ser concebido estrictamente por su función social o para representar la identidad nacional.
Por encima de su personalidad y de su preferencia por las estructuras verticales, Mathias Goeritz aceptó y compartió la solución de una estructura anular formada por la sucesión de bloques prismáticos de hormigón armado, quedando en su interior un núcleo de lava en su estado natural, sumamente atractivo plásticamente. A esta simbiosis de monumento megalítico, templo ceremonial precolombino y perfil de un engranaje dentado industrial, Goeritz la denominó “monumento a la nada”, probablemente por su autoría colectiva compartida con la fuerza de la naturaleza, y por la ausencia de una figura de poder, como la Iglesia o el Estado.
Sin salir de la misma sala, aparece la última propuesta de gran envergadura de Goeritz, El Laberinto de Jerusalén (1972-1980). Este proyecto realizado para un centro cultural en la ciudad israelí, le sirvió para destilar la carga moral que, por su origen alemán, le pesaba aún por el horror del holocausto del pueblo judío. A pie de este edificio, concebido como bastión y volumen cerrado, se despliega al aire libre un mosaico laberíntico cuyo diseño integra los símbolos de las religiones judaica, cristiana y musulmana. La vaca, una escultura móvil de Alexander Calder corona el edificio, cuyas ubres y cola son movidas por el viento.
De esta forma se posicionaba frente al Nouveau Réalisme surgido en Europa en 1960, que consistía en un “reciclaje poético de la vida cotidiana, el universo industrial y la publicidad”, en palabras del crítico Pierre Restany, uno de los pilares teóricos del grupo. Y también frente a la noción de realismo de los artistas mexicanos, enfocada hacia una pedagogía social y hacia la conformación de una identidad nacional tras la dislocación que significó la Revolución mexicana (1910-1923).
La retrospectiva también da cuenta del paso de Goeritz por España entre 1945 y 1949. Durante este años se convirtió en uno de los dinamizadores de una de las vías más importantes del arte español de la inmediata posguerra: la abstracción poética, alimentada a su vez por el modelo de las formas primigenias y primitivas de los llamados “nuevos prehistóricos”. Teniendo como referencias a Angel Ferrant y Joan Miró, además de Paul Klee, Goeritz fundó en 1948 la Escuela Pictórica de Altamira.
La organización de la Escuela pictórica de Altamira fue pensada no como escuela sino como movimiento artístico que intentaba dar impulso internacional a un sector artístico de vanguardia: los nuevos prehistóricos. Goeritz está en la base de su ideación y organización, pero se marcha a México poco antes de que se celebre la Primera Semana de Arte en Santilla del Mar (19-25 septiembre 1949).
Comparte este área la reconstrucción de la exposición Los hartos, celebrada en la Galería Antonio Souza de la Ciudad de México, en 1961. Relacionada con la confrontación internacional, fue la escenificación, entre la improvisación y el ready made instantáneo, de la respuesta orquestada por Mathias Goeritz dirigida a los nuevos realistas europeos. En aquella exposición participaron tanto amigos como personas próximas y concluyó con la firma de “Estamos hartos”, un manifiesto que fustigaba al antiarte y que suponía la extensión al plural de su proclama de 1960: “Estoy harto”. Por su contenido y su mensaje antiartísticos la exposición desencadenó tal reacción crítica que sólo permaneció abierta la tarde de su inauguración.
Para Goeritz el muro poseía valor autónomo más allá de su función arquitectónica. En ocasiones sus muros se desplazan, se proyectan y convergen a partir de su desarrollo geométrico en el plano y en el espacio. Además, relegó en ellos la figuración en favor de la monocromía para reforzar su posicionamiento teórico y estético frente a los muralistas.
A continuación, se ahonda en el papel del artista como uno de los precursores de la poesía visual, coincidiendo su propuesta y primeras manifestaciones, en 1953, con la aparición del concretismo poético impulsado, por un lado, por el Grupo Noigandres, en Brasil, y, por otro, por Eugen Gomringer desde Suiza. Fue sobre todo en la superación del papel como soporte y su elección de crear un relieve gráfico, amplificando el poema hasta una escala mural, donde se encuentran los signos de ruptura y vanguardia de la propuesta de Goeritz.
También en esta zona se ilustra cómo Goeritz retomo el elemento de la torcedura de la serpiente. El artista organizó su trabajo alrededor de dos variables: la repetición y la saturación. El motivo de la serpiente, frecuente en el universo simbólico precolombino, vuelve continuamente al trabajo de Goeritz en forma de variantes del prototipo inicial de Ataque (1953), mientras que la síntesis gráfica del perfil serpentino se reconoce en sus maquetas de muros plegados y celosías. El trazo quebrado puede presentarse también como una sugerente forma plástica en bronce, como obra gráfica, como bajorrelieve, como joya, motivo ornamental de un tapiz o como el logotipo para un museo. Podría decirse que esa serpiente atávica que recorre toda la producción de Goeritz resume y concentra, en cierta medida, la ambigüedad del principio de arquitectura emocional, donde la sinuosidad del trazo constituye una firma o, si se prefiere, una marca de origen.
FECHAS: 12 noviembre 2014 – 13 abril 2015
LUGAR: Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
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