Florentino de Craene y Naert. La infanta Luisa Carlota de Borbón, Museo del Traje

El Museo Nacional del Romanticismo abre la muestra «Teje el cabello una historia. El peinado en el Romanticismo», sobre el peinado y los usos del cabello en el siglo XIX. Más de noventa obras permiten al visitante acercarse a la evolución de los peinados femeninos y masculinos en la época, a los arreglos del vello facial de los hombres, así como al uso sentimental del cabello durante el Romanticismo.

El cabello, aunque distintivo de cada persona, ha tenido a lo largo de la historia una importante carga sociocultural. Como sucede hoy día, en el Romanticismo el peinado fue fundamental para la construcción de la imagen personal, y junto con las joyas o los ricos vestidos, una forma de distinción y representación social.

Escuela inglesa. Lucía del Riego (?). h. 1825. Óleo sobre lienzo.

La ostentación de algunos diseños del siglo XVIII y principios del XIX harían necesarios los servicios de un experto peluquero. Por ello, el arreglo del cabello aristocrático poco tuvo que ver con el que mostraban las clases más populares. Con todo, este dejó cierta impronta en las modas de las damas elegantes, que incorporaron a su tocador peinetas y mantillas de blondas.

A medida que avanzó el siglo las formas se irían suavizando, coincidiendo con el ascenso y asentamiento de la burguesía, dando paso a peinados más sencillos, especialmente en el universo femenino.

España, que en otras épocas había sido creadora de tendencias, recibiría en el siglo XIX la influencia de los dos grandes centros de la moda europea, París y Londres. El afrancesamiento en las costumbres tendría también su reflejo en la moda, en la que el peinado sería una parte esencial. Indumentaria y arreglo del cabello irían de la mano hasta el punto de que determinadas vestimentas se asociarían a un tipo u otro de peinado. Por su parte, las tendencias inglesas se introdujeron a través del país vecino, por lo que llegaron tamizadas por la visión gala de las mismas.

Achille Jacques Jean Marie Devéria (dib. y lit.) Thierry frères (ed.). Madame Eugénie Garcia, 1840. Litografía sobre papel continuo

EL PEINADO FEMENINO
Las revistas femeninas y de moda contribuyeron a la difusión de las nuevas tendencias en el arreglo del cabello de las damas. A medida que avanzaba la centuria, las crónicas de los grandes eventos, que incluían las descripciones de las indumentarias y peinados más sobresalientes, se fueron enriqueciendo con la inserción de figurines e ilustraciones, lo que resultó clave para la divulgación de la moda.

Los peinados variarían dependiendo del momento del día, pero sobre todo según la ocasión, siendo los más exuberantes los que se reservaban para el baile.

El cabello recogido sería una de las señas de identidad de la época. En las décadas de 1820 y 1830 estos recogidos aumentarían de tamaño e irían escalando también a zonas más elevadas de la cabeza, con creaciones repletas de artificiosidad y fantasía. Las décadas siguientes se caracterizaron por la vuelta a la sobriedad, configurando el peinado burgués y contribuyendo a la democratización de este.

– Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina (atrib.). Retrato de dama. Década de 1850. Óleo sobre lienzo.

Desde finales de los años 20 el peinado femenino se fue complicando, especialmente el de baile, ganando altura e introduciendo llamativos aderezos. En el peinado de la infanta Luisa Carlota, la importante diadema joya en dos alturas permite jugar con las posiciones de las lazadas. Podemos observar completo el ave del paraíso, animal especialmente apreciado en la peluquería de la época por la belleza de su plumaje.

El supuesto retrato de Lucía del Riego representa una de las variantes más elegantes de mediados de la década de 1820 y principios de la de 1830: dejar caer dos grupos espesos de bucles sobre las sienes, con el cabello dividido por medio de una raya. Estas guedejas se denominaron tufos y generalmente se presentaban crespadas. El peinado se remataba con cocas o lazadas en la parte superior, que se formaban separando los mechones de pelo según el número de estas que se quisiese conseguir. Cada uno de esos mechones se batía, es decir, se cardaba, procurando que quedara liso en la parte exterior, sin ningún acolchado.

El peinado más característico en la década de los 40 será el peinado en bandós (del francés bandeaux). En realidad el término aludía a las diferentes partes en las que se podía dividir el cabello, pero desde 1832 se utilizará para hablar de cada uno de los lados, divididos por la raya o las rayas centrales. Avanzados los 40 el bandós se referirá al peinado dividido en dos partes, generalmente lisas, con un recogido posterior y bajo. Este peinado pondría fin a dos décadas de extravagancia y fantasía, simplificando las formas al extremo. Los primeros años se llevará completamente liso y plano, cubriendo total o parcialmente las orejas, y aderezado apenas con alguna flor o alguna blonda de encaje. Es, por ejemplo, el peinado que luce Isabel II en su niñez y adolescencia, ya que este estilismo duró largos años. Poco a poco, el bandós se fue «bufando», es decir, ahuecando, dando lugar en la década de los 50 a peinados más voluminosos, como el que observamos en este retrato atribuido a Esquivel.

– Zacarías González Velázquez. El Diamantista, 1788-90. Óleo sobre lienzo.

EL PEINADO MASCULINO
A diferencia de lo que ocurría en el universo femenino, el peinado masculino no fue considerado un elemento de belleza como tal, sino que debía servir para imprimir carácter y subrayar la individualidad de los caballeros. Quizá por eso apenas aparecieron referencias a las modas en las revistas de la época, que no solían estar dirigidas a los varones, ni descripciones de los peinados con nombres que identificaran una u otra tendencia. Tampoco los cambios se produjeron vertiginosamente, sino de forma más atenuada.

Según fue avanzando el siglo XVIII las pelucas masculinas fueron reduciendo su longitud y volumen. Tras la Revolución francesa los polvos de arroz fueron cayendo en desuso y las cabezas comenzaron a descubrir sus tonalidades naturales. El blanco y el gris, que años antes habían denotado elegancia, serían ahora testimonio del paso del tiempo. Su abandono no solo se debía a los cambios en las modas, sino también para el aprovechamiento de la harina de arroz y trigo como alimento. Hacia 1893 su uso había desaparecido prácticamente, aunque los caballeros de mayor edad seguirían empleándolos para disimular la canicie.

– José de Madrazo y Agudo. Retrato de caballero. h. 1810. Lápiz sobre papel

Aunque la imagen de frivolidad y sujeción a las modas se había asociado generalmente con la mujer, los caballeros también cuidaron su apariencia y siguieron los dictados de las nuevas tendencias.

A principios del siglo XIX se configuró una nueva imagen masculina elegante y refinada, encarnada en figuras como George Bryan Brummel, «el bello Brummel», que fueron referentes de las nuevas tendencias. El cabello más largo, aparentemente desordenado y peinado hacia el rostro, fue uno de los signos de identidad de estos primeros dandis. Al menos desde 1820 se utilizó el término «lechuguino» para designar a aquellos que influenciados por las corrientes estéticas del momento, mostraron una imagen muy cuidada. Este fenómeno tendría mucho que ver con el del dandismo inglés. El término «romántico» se usó no solo para adjetivar de forma general al movimiento cultural que estaba teniendo lugar, sino también para designar a los jóvenes que estaban bajo el influjo de las nuevas corrientes.

– Anónimo. Un «lechuguino». h. 1845. Óleo sobre lienzo.

En cuanto al vello facial masculino, en el siglo XIX se generalizó el uso del bigote y la barba. En la década de 1830, por influencia de la esfera militar, los caballeros comenzaron a dejarse crecer bigotes y barbas, alejándose de los bisoños rostros que había mantenido en las últimas décadas la sociedad civil. Mientras que en el peinado masculino no se apreciaban grandes cambios, los jóvenes reivindicaron su individualidad a través del arreglo del vello facial. Las combinaciones de bigote, patillas y diferentes barbas, daban lugar a un sinfín de posibilidades. Las grandes patillas poco a poco fueron alargándose hasta formar la sotabarba, es decir, una barba generalmente por debajo de la barbilla. En España se usó en ocasiones combinada con mosca, el pequeño haz de pelo que se formaba bajo la comisura de la boca, o con bigote.

TEJE EL CABELLO UN RECUERDO
El pelo, inmutable, imperecedero, nos sobrevive. Quizá por ello, en el Romanticismo fue frecuente entregar y guardar el cabello de los seres queridos. La expresión más sencilla de este tipo de prácticas, y acaso la más íntima, era la de conservar un mechón de los depositarios de los afectos. En ocasiones se entregaba como muestra de amistad, pero más que cualquier otra cuestión, era una prueba de amor. En las circunstancias más funestas era el único recuerdo físico que dejaban los que ya se habían ido. Se convertía así el cabello en un fetiche capaz de invocar la memoria, y acaso la presencia, del ser querido, diluyendo la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Fue frecuente cortar guedejas a los finados antes de darles sepultura, pero también enterrarles con mechones de aquellos a quienes habían dejado atrás.

– Anónimo. Un romántico. h. 1840. Óleo sobre lienzo.

Los cabellos podían custodiarse en pequeñas cajas, joyeros o entre las páginas de un libro. Pero había una alhaja dedicada a ese fin, el guardapelo. Un pequeño adminículo que bien en forma de colgante, broche o pulsera, permitía portar la memoria y el tacto de nuestros seres queridos.

Las cualidades materiales del cabello permitieron realizar distintas labores, posibilitando portar la memoria del ser querido más allá del guardapelo, en composiciones muy elaboradas. En ocasiones se aplicó como hilo para bordar o para decorar pañuelos y otras piezas de lencería. Pero además, se utilizó para elaborar pequeños cuadros, cifras y artículos de joyería tales como pulseras, brazaletes, sortijas, cadenas de reloj o cinturones.

– Federico de Madrazo y Küntz. Francisco Aranda y Delgado. 1839. Óleo sobre lienzo.

El origen de la conocida como joyería sentimental se remontaba siglos atrás, pero fue en el Romanticismo cuando alcanzó su máximo esplendor. El cabello trabajado en cordones o malla se guarnecía con cierres de metal o materiales más ricos, o se insertaba en pendientes, anillos o botones.

También se utilizó para hacer cuadros de variadas temáticas. Los más sencillos eran los que formaban ramilletes con los mechones, pero se confeccionaron de los asuntos más dispares, como retratos o paisajes.

Si en la joyería sentimental se entretejían más que nunca los hilos entre los vivos y los muertos, lo mismo sucedería con el dibujo en cabello. Así, sepulcros, panteones, cruces, cipreses y sauces llorones fueron algunos de los motivos más repetidos.

Mechón de pelo de Mariano José de Larra y nota manuscrita h.1830,

Existieron artistas en cabello y peluqueros que hicieron estos trabajos profesionalmente. Aunque por las similitudes con otras labores, los manuales de educación de las jóvenes también incluyeron nociones en este arte.

De entre las más de 90 piezas de la colección del Museo Nacional del Romanticismo destacan las obras de algunos de los autores más relevantes del siglo XIX, como José de Madrazo y su hijo Federico de Madrazo, Antonio María Esquivel, Valentín Carderera o Rafael Tegeo, del que se exponen dos retratos recientemente donados al Museo. Además, la exposición se compone de piezas de joyería, abanicos, miniaturas, grabados, dibujos, así como de otros objetos relacionados con el peinado, como un juego de rizar el cabello compuesto por calentador, rizador, tenaza y separador de pelo.

Datos de interés:
Teje el cabello una historia. El peinado en el Romanticismo.
Museo Nacional del Romanticismo (C/ San Mateo, 13 – Madrid)
Sala de exposiciones temporales y sala XXV
Fechas: Del 29 de noviembre de 2019 – 12 de abril de 2020
Horario: Martes a sábado: de 9.30 h. a 18.30 h. / Domingos y festivos: de 10.00 a 15.00 h
Comisaria: Carolina Miguel Arroyo