Rosario de Velasco_Matanza de los inocentes. Museo de Bellas Artes de Valencia

El Museo de Bellas de Artes de València, MuBAV, inaugura un nuevo espacio dedicado a las mujeres artistas de finales del siglo XIX y primeras décadas del XX. En esta sala se exponen obras de las artistas María Sorolla, Elena Carabia, Emilia Torrente, Manuela Ballester, Rosario de Velasco, Marthe Spitzer y Adrienne Guillou, además de los retratos de María Sorolla realizados por Mariano Benlliure y Francisco Pons Arnau, dos bustos de Emilia Torrente, en yeso y en bronce, realizados por Mariano Benlliure, y dos retratos de Elena Caravia pintados por José Mongrell.

El público del siglo XXI reconoce nombres de artistas mujeres muy relevantes como los de Sofonisba Anguissola, Artemisia Gentileschi o Rosalba Carriera. No obstante, hace unas décadas esto no era así. Las mujeres, como consecuencia de la fabricación del mito del genio en el siglo XVI, fueron apartadas de una esfera que se consideró, cada vez más, como una actividad intelectual. Se vetó sistemáticamente el acceso femenino al pincel o al cincel. Incluso hoy, cuando la historiografía ha rescatado nombres como los de Anguissola y Gentileschi, muchas veces se trata su figura como anécdota, digna de ser estudiada más como rareza que como verdadera artista.

El tradicional bloqueo del acceso de las mujeres a la educación artística comenzó a resquebrajarse en el siglo XVIII gracias a la proliferación de las Academias. Sin embargo, las damas en las aulas siguieron siendo consideradas durante mucho tiempo como artistas de afición. Pintaron y dibujaron junto a los mejores artífices masculinos, pero no se les permitió acceder al ejercicio profesional de las artes. Tan solo unas pocas como Marie-Louise-Élisabeth Vigée-Lebrun, Rosa Bonheur o Berthe Morisot consiguieron, con grandes esfuerzos, esquivar la rígida normativa de la sociedad patriarcal.

En España la situación de las mujeres y las artes durante los inicios del mundo contemporáneo fue, si cabe, más dura para las protagonistas de este periplo. Todavía durante las primeras décadas del siglo XX, mientras en el resto de Europa la situación cambiaba, María Sorolla y Emilia Torrente hubieron de renunciar a vivir de su arte. Ambas fueron discípulas de los más famosos artistas del momento, Joaquín Sorolla y Mariano Benlliure y, sin embargo, no consiguieron abrirse camino. Fue necesario esperar un poco más para que mujeres tan distintas en ideología y opción estética como Manuela Ballester y Rosario de Velasco consiguieran, de una vez, ser las artistas reconocidas internacionalmente que también sus predecesoras merecieron ser.

María Clotilde Sorolla García (1889-1956) fue una gran pintora formada en la tradición de Joaquín Sorolla, el más afamado artista español del período de entresiglos. Sorolla inculcó a sus hijos la afición por las artes y María se decantó por la pintura, actividad que nunca desempeñó de manera profesional, por lo que su producción artística fue escasa. No obstante, en 1926 participó con su hermana Helena, escultora formada con Francisco Marco Díaz-Pintado, en la primera muestra de arte femenino del prestigioso Lyceum Club de Madrid. En esta exposición ambas recibieron una buena crítica y vendieron algunas piezas.

María Sorolla se casó en 1916 con el también pintor Francisco Pons Arnau y, pese a sus prometedores inicios, se vio eclipsada por su padre y su marido. En las mismas circunstancias se encontró su hermana Helena, cuya trayectoria se diluyó tras casarse y tener hijos. Lamentablemente, las responsabilidades que la sociedad española imponía a una mujer a principios del siglo XX raramente contemplaron su desarrollo personal más allá del ámbito familiar, y son contados los casos en los que estas artistas practicaron la pintura como algo más que una afición.

El conjunto de pinturas expuesto resulta especialmente interesante porque resume la breve vida de Elena Carabia de Foyos y Espert (1880-1897), una artista malograda en la València del siglo XIX. Elena fue la hija única de una familia burguesa que adquirió su cultura pictórica como parte de una refinada educación, pero que alcanzó una calidad técnica que anticipaba un futuro prometedor. El ‘Retrato de Elena Carabia con sombrilla’, pintado magistralmente por José Mongrell en 1895, es su imagen infantil con apenas quince años. En el lienzo el artista refleja la candidez de su rostro, que contrasta con la ampulosidad del vestido azul y la sofisticación de la sombrilla con motivos orientales. No muy distante en el tiempo, su retrato mortuorio rodeado de flores, también de Mongrell, vuelve a mostrar a Elena tras su fallecimiento por fiebre tifoidea cerebral en 1897, tal y como recogió la prensa de la época. ‘Paisaje’ y ‘Un banco del parque’ son las dos únicas obras autógrafas de la artista que han llegado hasta nuestros días. Se trata de dos piezas que, por su formato, fueron realizadas probablemente para la decoración de un palacete, y dan cuenta de que Elena Carabia podría haber llegado a ser una notable pintora en la València de principios del siglo XX.

La mayoría de las escultoras de entresiglos se formaron con grandes maestros y, en ocasiones, dentro del taller familiar: María Sicluna y Francisca Rodas asistieron al taller de Agustín Querol; Isabel Pastor fue alumna de Victorio Macho, y Carmen Alcoverro se formó con su padre José Alcoverro.

Emilia Torrente (1903-1987), por su parte, se formó bajo la supervisión de Mariano Benlliure junto a Leopoldina Benlliure y María Tarifa. En las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes las escultoras participantes fueron muy escasas, con tan solo veintiocho mujeres entre 1900 y 1936. La prensa especializada incidió en que la escultura era una disciplina viril que resultaba especialmente exigente en lo físico, por lo que esa virilidad fue el atributo común que se utilizó para designar a las escultoras con más talento. Sin embargo, paradójicamente, también se impuso la creencia tradicionalista de que la temática elegida por las artistas debía estar vinculada a lo considerado propio de lo sensible y femenino: el amor y la maternidad.

Las biografías vital y artística de Emilia Torrente apenas están trazadas en la actualidad. Se conserva una obra suya en el Museo Mariano Benlliure de Crevillente, ‘Madre con niño’ (1930). El retrato de Emilia Torrente fue modelado en yeso por Mariano Benlliure en 1930 como muestra del afecto y respeto que profesaba a su discípula. Sin embargo, los bustos de Emilia Torrente, obra de su maestro, recuperan otra parte del periplo vital de la artista y fijan su imagen para el recuerdo.

Manuela Ballester (1908-1994) nació en una familia inmersa en el arte. Su padre, Antonio Ballester Aparicio, era escultor y profesor de la Escuela de Bellas Artes de San Carlos de València, donde Manuela se matriculó en la especialidad de pintura. Durante su época como estudiante simpatizó social y artísticamente con el grupo de la Generación Valenciana de los Treinta, del que formaba parte su futuro marido, Josep Renau. En 1939 la pareja Ballester-Renau se exilió a México, donde permaneció hasta 1959. Allí Manuela Ballester participo en diversos murales decorativos y varias exposiciones colectivas. En 1959 Manuela Ballester se trasladó a Berlín, donde siguió trabajando como pintora e ilustradora, gozando de notable éxito, hasta el punto de que en 1980 la Galería Estil de València organizó una exposición retrospectiva sobre su obra.

El autorretrato de Manuela Ballester, como cualquier autorretrato, es un gesto simbólico en el mundo del arte, una muestra de autoafirmación de la artista y del valor, tanto de su persona, como de su oficio. Un autorretrato pretende mostrar al público al sujeto que hay tras la pintura y, desde Sofonisba Anguissola y Artemisia Gentileschi, esta acción supuso para la mujer una ruptura con su objetualización y una reivindicación del papel activo de la artista en el cuadro. La mujer, a través de la creación y control de su propia imagen, dejó de ser el objeto del arte para ser su sujeto activo.

Rosario de Velasco sigue siendo una de las artistas más desconocidas de los años 30 en España. Su formación académica en Madrid se produjo junto a Fernando Álvarez de Sotomayor y, sobre todo, fue fruto de su ávida curiosidad por el Novecento italiano y la Nueva Objetividad alemana. Este interés le llegó filtrado a través de las revistas y de la contemplación de la obra de autores como Carlo Carrà, Felice Casorati y Ardengo Soffici en el Palacio de Exposiciones del Retiro en 1928. Su acercamiento a las ideas de la Falange Española de las JONS y de José Antonio Primo de Rivera le llevó a colaborar con la revista Vértice entre 1937 y 1946, donde ilustró la ideología del nuevo régimen. En este contexto se ha de situar el lienzo ‘La matanza de los inocentes’ (1936), en el que Rosario de Velasco utilizó una temática religiosa para elaborar una obra de claro contenido político realizada con el fin de movilizar a la sociedad.

Esta deriva del realismo hacia la acción política fue una tendencia frecuente en un momento convulso de la historia de España en el que el arte se puso al servicio de la propaganda. Sin embargo, mientras que con la democracia se recuperó a los artistas republicanos exiliados y olvidados, Rosario de Velasco fue ignorada tanto por su género como por su ideología. La riada de 1957 no hizo sino ahondar en la marginación de ‘La matanza de los inocentes’ y dejó el cuadro durante años cubierto de barro y con marcas de agua. La magnífica y perturbadora obra fue atribuida a Ricardo Verde en base al monograma de su firma, RV, hasta que en 1995 fue devuelta a Rosario de Velasco.

La fama del arte español del Siglo de Oro permitió que, desde principios del siglo XX, algunos artistas europeos y americanos viajaran a España para aprender de los grandes maestros de la pintura barroca o de la dramática imaginería castellana, pero también de la renovación vanguardista que se respiraba en las primeras décadas del siglo XX. En este contexto se sitúan la artista danesa Eva Aggerholm (1879-1959), la chilena Laura Rodig (1901-1972) y la francesa Marthe Spitzer (1877-1956). Spitzer, con una obra muy cercana a la estética de Bourdelle, Bernard y Maillol, renovadores de la escultura europea de vanguardia, expuso cinco bustos en bronce en el salón Lacoste de Madrid en 1917. Aquí se alternaron retratos como el del poeta Juan Pedro Altermann con imágenes «castizas» que representan, a la manera de Julio Antonio, rasgos populares que trascienden el costumbrismo finisecular. Es el caso de la obra que aquí nos ocupa, ‘La jeune fille latine’.

La crítica de la época, aun siendo positiva, analizó la obra de Marthe Spitzer desde una óptica heteropatriarcal que necesitaba establecer categorías estéticas diferenciadas para lo masculino y lo femenino. Así, el brío y el vigor se consideraron propios del hombre, mientras que la sobriedad, la delicadeza y la emotividad fueron adscritas a la mujer. Nada más lejos de la realidad. El arte de Marthe Spitzer resultó brillante desde cualquier óptica, pues solo así se explica que el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes adquiriera esta pieza para el Museo de Bellas Artes de València.

Las noticias acerca de esta artista nacida en París son muy escasas y señalan que, pese a su calidad, no pudo dedicarse al ejercicio profesional de la pintura. Adrienne Guillou presentó varias obras en los salones parisinos de 1880, 1881 y 1882 y ‘París, vista desde Suresnes’ participó en el salón de 1880 en el Palais des Champs Élysées. Resulta singular el encuadre de esta panorámica de París tomada desde Suresnes, en las proximidades del Bois de Boulogne, con una línea de horizonte baja y amplio celaje, en la que se distingue, a la izquierda, el Arco de Triunfo. Se percibe, en el delicado lienzo, el eco aún fresco de la pintura au plein air de la Escuela de Barbizon y de la renovación llevada a cabo por el Impresionismo.

El ambiente parisino de la segunda mitad del siglo XIX, con la proliferación de los salones y certámenes y las actitudes rompedoras de algunos de los protagonistas de la escena artística, parece, a simple vista, más propicio que la España decimonónica para las mujeres artistas. Así, Berthe Morisot (1841-1895) consiguió ser una de las protagonistas principales del movimiento impresionista. No obstante, la propia historia de Morisot y de otras mujeres como la formidable escultora Camille Claudel (1864-1943), llena de dificultades y trabas al propio desarrollo profesional, muestra que, también en Europa, quedaba un largo camino por recorrer para lograr la igualdad.