El Museo del Prado expone nueve obras de maestros como el Greco, Velázquez, Goya y Murillo, en su mayor parte no se han visto en nuestro país desde que salieron de España. Las obras han entrado en el Prado como préstamo excepcional y único procedentes de la Colección de Pintura Española de la Frick Collection con la colaboración de la Comunidad de Madrid.
Hasta el 2 de julio de 2023 se podrán visitar en la sala 16 A del edificio Villanueva del Museo del Prado.
Cinco de estas obras se han emparejado con otras tantas del museo con las que mantienen estrechas afinidades. Este préstamo se convierte así en una oportunidad única e irrepetible de ver compartiendo espacio a San Jerónimo y Retrato de médico, y La expulsión de los mercaderes del Templo y La Anunciación del Greco; Felipe IV en Fraga y El Primo de Velázquez; Autorretrato y Nicolás Omazur de Murillo; y Retrato de mujer y Juan Bautista Muguiro de Goya.
La pintura española de The Frick Collection, una importante colección neoyorquina, se exhibe en la sala 16 A del Museo Nacional del Prado hasta el próximo 2 de julio. Un conjunto de nueve obras emblemáticas de Velázquez, el Greco, Murillo y Goya que ha realizado este singular viaje a España gracias al apoyo de la Comunidad de Madrid. La exposición tiene como punto de referencia estas nueve obras de pintura española que custodia la Frick Collection.
Todos ellas son obras excepcionales que permiten establecer relaciones estrechas con algunas piezas importantes del Prado y convertir esta exposición en una ocasión única e irrepetible. Así, junto a San Jerónimo del Greco cuelga Retrato de médico, que es su contrapartida en términos de retrato civil y de gama cromática gris; mientras que al lado de La expulsión de los mercaderes, de ese mismo pintor, se sitúa La anunciación, pues ambas muestran un uso equiparable de los recursos arquitectónicos para resolver la fuga espacial.
En el caso de Velázquez, el cuadro de Felipe IV en Fraga, de la Frick, fue realizado en la misma época, el mismo lugar y con la misma tela que El primo. De su contemporáneo Murillo llega un Autorretrato inscrito en un marco ovalado y pétreo, según una tipología muy característica del pintor, y que es común a Nicolás Omazur, del Prado, junto con el que se expone.
Entre las obras que se muestran conjuntamente el Retrato de dama firmado por Francisco de Goya y Lucientes en 1824. Óleo sobre lienzo, 80 x 58,4 cm. The Frick Collection, New York. 1824 fue un año de cambios importantes en la vida de Goya. Primero estuvo en Madrid, a continuación viajó a París y acabó estableciéndose en Burdeos, donde moriría cuatro años después. Eso impide asegurar dónde se pintó esta obra, y también es un misterio la identidad de su modelo. Generalmente, siguiendo a Aureliano de Beruete, su primer propietario conocido, se identifica con María Martínez de Puga. En cualquier caso, es un ejemplo espléndido de cómo Goya supo adaptar sus retratos al nuevo paisaje social que le rodeó en los últimos años de su carrera. Las nuevas circunstancias le permitieron trabajar con una franqueza técnica inusitada, que justifica que con frecuencia ante esta obra acuda a la mente el nombre Édouard Manet. También se expone el retrato de Juan Bautista Muguiro que este mismo artista realizó en 1827, lo que permite entender el alto grado de calidad que mantuvo el pintor en sus últimos retratos, y la originalidad del planteamiento pictórico que los singularizan. Juan Bautista Muguiro (1786-1856) era un comerciante y financiero radicado en Burdeos, donde formaba parte de la colonia de españoles que se habían establecido o refugiado en la ciudad, y entre la que encontró tan buena acogida Goya. Ambos estaban unidos por un lejano parentesco, pero en la dedicatoria este prefiere tratarlo como “amigo”.
Tomando como punto de partida el color oscuro habitual en la indumentaria de sus modelos, Goya ha reducido mucho la gama cromática, buscando fondos neutros que armonicen con la oscuridad de esas telas y no resten protagonismo al motivo principal. A un año de su muerte, el artista ha sido capaz de individualizar todos los matices cromáticos y las texturas de las diferentes prendas y ha conseguido crear una sensación extraordinariamente verídica de volumen y presencia.
Henry Clay Frick y su colección Henry Clay Frick (1849-1919) labró una gran fortuna en las industrias, interrelacionadas, del carbón, el acero y los ferrocarriles. Sus orígenes como empresario se vinculan con Pittsburgh y sus alrededores, pero en 1905 se trasladó a vivir definitivamente a Nueva York, donde hizo construir un palacio neorrenacentista al arquitecto Thomas Hastings, en la Quinta Avenida.
Como muchos de los magnates de su tiempo, Frick desarrolló un fuerte interés por el arte europeo de la Edad Moderna y comienzos de la Contemporánea, y fue uno de los protagonistas de un capítulo fundamental en la historia del coleccionismo, por el que cientos de obras maestras cruzaron el Atlántico rumbo a América en las primeras décadas del siglo XX. Una gran parte de ellas formarían en el futuro importantes museos.
La colección que reunió Frick en su residencia neoyorquina, y que abriría sus puertas como museo en 1935, cuenta con obras de muchos de los pintores más importantes desde los inicios del Renacimiento, y se distingue tanto por el alto nivel de calidad de la mayoría de las obras, como porque responde a unos criterios de gusto muy definidos: sus cuadros fueron adquiridos para convivir con ellos, y eso condicionó el predominio de temas como el paisaje, el retrato, las escenas galantes, etcétera.
Vincenzo Anastagi, El Greco. Óleo sobre lienzo, 188 x 126,7 cm. ca. 1575. The Frick Collection, New York
Una inscripción oculta reveló el nombre del retratado, un militar italiano vinculado a la orden de Malta y cuya carrera le llevó a Roma, donde muy probablemente fue retratado por el Greco poco antes de que este partiera para España.
Es el único retrato del pintor en el que el modelo aparece aislado, de cuerpo entero y de pie. Asombran los riesgos que ha asumido el Greco tanto a la hora de combinar colores como al complicar las referencias espaciales, lo que da lugar a una obra nerviosa y dinámica que, junto al gesto de los brazos en jarras del modelo, transmite una impresión a la vez vivaz y un tanto intimidante de Anastagi.
La expulsión de los mercaderes del Templo, El Greco. Óleo sobre lienzo, 41.9 x 52.4 cm ca. 1600. The Frick Collection, New York
La obra representa uno de los temas más queridos por el Greco y su clientela. El artista pintó el asunto en varias ocasiones tanto en Italia como en España, en formatos pequeños y medianos. La clave de su éxito es que permitía representar una historia ejemplar, localizada en un escenario suntuoso y protagonizada por un número elevado de personajes, muy variados en lo que se refiere a su identidad, fisonomías y actitudes.
A través de ella el Greco demostraba su capacidad como compositor, sus habilidades descriptivas, su conocimiento de la perspectiva arquitectónica o su valentía a la hora de manejar colores vivos y altamente expresivos. También su maestría para representar masas en movimiento y para crear un ritmo interno de gran coherencia y tensión, aspectos muy apreciados por los artistas del siglo XX.
San Jerónimo. El Greco. Óleo sobre lienzo, 110,5 x 95,3 cm. ca. 1590–1600 The Frick Collection, New York
La carencia de atributos que identifiquen al personaje con un santo, su mirada frontal o los rasgos tan poco idealizados de su rostro hicieron que esta y otras versiones de San Jerónimo pintadas por el Greco se creyeran durante mucho tiempo retratos. En algún caso, incluso, llegaron a relacionarse con personajes concretos, como el cardenal Gaspar de Quiroga, arzobispo de Toledo.
El éxito de esta novedosa fórmula iconográfica para representar al Padre de la Iglesia también hay que buscarlo en sus valores plásticos y narrativos, que combinan una composición de gran efectividad cromática con un lenguaje gestual igualmente atrayente: el santo ha detenido la consulta del libro para atender a alguien (nosotros) que irrumpe en su espacio.
Felipe IV en Fraga. Diego Velázquez. Óleo sobre lienzo, 129,9 × 99,4 cm, 1644 The Frick Collection, New York
En junio de 1644, cuando Felipe IV y su séquito se encontraban en la ciudad aragonesa de Fraga, en el contexto del conflicto militar de Cataluña, el rey se hizo retratar por Velázquez en traje “de campaña”. El resultado fue esta obra, que en agosto se expuso en Madrid para celebrar la toma de Lérida.
Es un cuadro excepcional por varios motivos. Al concebirse como obra aislada, el monarca no se vuelve hacia su izquierda, algo muy inusual en un retrato real. Por otro lado, las combinaciones de los tonos encarnados, plata y marfil, junto con la manera tan eficaz y abreviada de Velázquez, dan lugar a una obra de inusitada brillantez cromática, y de una valentía técnica solo al alcance de este artista.
Autorretrato. Bartolomé Esteban Murillo. Óleo sobre lienzo, 107 x 77,5 cm ca. 1650−55. The Frick Collection, New York. Regalo de Dr. and Mrs. Henry Clay Frick II, 2014
Murillo construye un sofisticado juego de artificio en torno a su propia imagen. Su retrato está enmarcado en una moldura oval que pertenece a un sillar. A su vez, su antebrazo derecho parece traspasar los límites de ese marco pétreo, con lo que se juega a tensar los límites entre escultura, pintura y realidad.
Destaca la presencia de mellas en el sillar, lo que nos habla del paso del tiempo, y, por extensión, de la fama artística, capaz de sobrevivir al mismo. En ese sentido, hay que tener en cuenta también las connotaciones prestigiosas que el formato oval tenía en el campo del retrato, pues se asociaba a la idea de medalla, que a su vez se vinculaba con el concepto de fama y de pervivencia de la memoria.
Pedro de Alcántara Téllez-Girón, noveno Duque de Osuna. Francisco de Goya y Lucientes. Óleo sobre lienzo, 113 × 83,2 cm ca. 1790s. The Frick Collection, New York
El duque de Osuna (1755-1807) pertenecía a una de las familias más poderosas de España y aumentó ese poder gracias a su matrimonio con la duquesa de Benavente. Formaron una pareja socialmente muy brillante, culta, que compartía buena parte de los ideales de la Ilustración relacionados con el bien público y la necesidad de fomentar la educación y la cultura. Fueron dos de los clientes más entregados e inteligentes de Goya, que realizó más de treinta cuadros para ellos. Varios fueron retratos, como este del duque, que lo representa con cerca de cuarenta años y en una pose espontánea y relajada. Las facciones amables y la viveza de los ojos convierten su rostro en uno de los más simpáticos que nos ha dejado el pintor.
Retrato de un oficial (¿el conde de Teba?), Francisco de Goya y Lucientes. Óleo sobre lienzo, 63,2 x 48,9 cm ca. 1804 (?). The Frick Collection, New York
El modelo se identifica generalmente con Eugenio Guzmán de Palafox y Portocarrero (1773-1834), conde de Teba. Como militar y aristócrata, tuvo una participación notable en hechos de carácter político y bélico. Fue enemigo de Godoy, se distinguió durante la guerra de la Independencia y en 1814 fue nombrado capitán general del Reino de Granada. Conoció en varias ocasiones la prisión y osciló entre un liberalismo moderado, que le llevó a traducir el Bruto de Voltaire, y la adhesión a la causa absolutista tras el fracaso del Trienio Liberal.
Su vida aventurera se correspondía con un carácter exaltado, que no pasa inadvertido en este retrato: el cabello desordenado o los grandes ojos oscuros, acostumbrados a sostener la mirada, dan como resultado una imagen de intensa expresividad.
La fragua. Francisco de Goya y Lucientes. Óleo sobre lienzo, 181,6 x 125,1 cm ca. 1815–20. The Frick Collection, New York
Goya sitúa a los herreros en un plano próximo al espectador y crea una perspectiva monumental, a lo que contribuye la poderosa anatomía y los gestos concentrados de los trabajadores, su ubicación en un escenario sencillo y un uso expresivo del color. En torno al blanco manchado de la camisa y al rojo ardiente del metal se ordena una composición en la que dominan los negros y los grises.
Como a Velázquez en su Fragua de Vulcano, el tema ofrece a Goya la posibilidad de mostrar varias perspectivas diferentes de la anatomía y hacer un alarde de su dominio de la expresión corporal. También hay un concepto espacial similar: no hay un escenario preexistente a las figuras, sino que son estas, disponiéndose alrededor del yunque, las que con sus volúmenes y sus movimientos crean las referencias espaciales.