Manuel Segade ha presentado su proyecto para los próximos cinco años al frente del museo Reina Sofía. Es un proyecto ambicioso como corresponde la importancia de este museo y centro de arte, aunque limitado por la propia programación ya en marcha, de forma que habrá que esperar a 2024 o 2025 para que el proyecto de Segade adquiera personalidad propia. Mientras, se irán viendo cambios sutiles pero de envergadura, como la posibilidad siempre anhelada de fotografías el Guernica, ya en marcha, una visión de la colección más circular, el reencuentro con obras que permanecen almacenadas, nuevos acuerdos con las CCAA, más música, arquitectura y performace. Un museo abierto a las nuevas culturas y modas, más joven y sin líneas rojas para los autores españoles que han protagonizado la historia del arte en España desde los años 60 con sus corrientes transgresoras. el museo contará también con un nuevo comité asesor y otro más específico dedicado exclusivamente a la arquitectura, que será pieza clave en el nuevo museo.
En este contexto, Manuel Segade ha presentado su proyecto con los siguiente principios:
El Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía es una referencia internacional en el ámbito del arte contemporáneo. Tanto sus cifras de visitantes como las páginas que ocupa en medios son un síntoma de la importancia que ha adquirido también para la sociedad española. Bajo la dirección de María Corral se internacionalizó y adoptó consistencia conceptual con cima en la exposición Cocido y Crudo. José Guirao desarrolló su ampliación y consolidó un programa de exposiciones de calidad, introduciendo ejes temáticos que marcarían el futuro de la institución, como en el caso de Latinoamérica. Juan Manuel Bonet profundizó en los relatos de la modernidad española respecto al contexto internacional. Con Manuel Borja-Villel el Museo ha conseguido lograr la autonomía de una Ley propia, crear dos fundaciones –Amigos del Reina Sofía y Museo Reina Sofía– esenciales para sus objetivos, ampliar el horizonte geográfico con la futura sede del Archivo Lafuente en Santander y ha iniciado por primera vez un diálogo con el barrio de Madrid en el que se inserta. Además, ha legado una nueva lectura de la Colección, un ensayo expositivo abierto a los debates del presente y que hace de la cultura material que conserva el museo un nodo central de la esfera pública nacional.
La aportación fundamental en esta última etapa es el establecimiento de una institucionalidad inédita –a prueba de franquicias y centrada en lo común– admirada a nivel internacional. La traducción de esas formas de negociación colectiva, la integración del archivo junto a la obra de arte y de los movimientos sociales en primacía sobre las individualidades han generado controversia pero también enorme entusiasmo. La complejidad de alcanzar un amplio consenso es central para este proyecto, sin que esto merme la admiración por la talla intelectual y la ambición institucional que el museo ha logrado en los últimos años.
Llega un período que esta narrativa llamaría transición, pero que debe ser construido como una etapa de consolidación. Los próximos cinco años son un marco ideal para establecer sistemas de escucha que permitan multiplicar relatos pero también llevar hasta sus últimas consecuencias las premisas anteriores. Lo compartido con el proyecto en presente es fundamental: un museo abierto que genere mecanismos de participación, diálogo y discusión gracias a su apertura en diferentes redes; la confianza plena en el arte contemporáneo como un elemento de transformación social que visibiliza lo menor, las minorías –con su centro en la crítica de género, etnicidad y clase social– y la terquedad frente al olvido.
Siempre se ha explicado que la institución tiene una doble función: museo para establecer el relato del arte desde Picasso hasta el presente en España y centro de arte pendiente de tomar el pulso al presente a través de las actividades y exposiciones temporales. Esta visión parte de una consideración conservadora de la idea de “museo”. No se trata de hacer prevalecer las funciones tradicionalmente asociadas al centro de arte, sino de contaminar el museo moderno de su obligada función respecto a la contemporaneidad.
Un museo de arte contemporáneo es polifónico. Más allá de su condición europea, ha de abrazar la imparable diversidad de los cuerpos. Un hospital también se transforma a cada pandemia, como los cuerpos que ven mutado su código genético después de ser poblados por un virus. Cada nueva enfermedad nombrada es síntoma de época y las medidas de contención o paliativos son políticas de por sí. Eso es clave: el Museo tiene la ventaja de sumar en su espacio la memoria ya no de un lugar de cuidados sino de un espacio en el que se inscriben los procesos de exclusión que el arte contemporáneo debería despejar. Hoy sabemos por la hauntología que los espectros que habitan los espacios que conjugamos son motores de producción artística, política y vital. Los fantasmas vienen a perturbar la contemporaneidad (como lo formula la teórica Eve Tuck) con la terquedad de lo irresuelto.
Se necesitan un sinfín de sistemas que puedan dar lugar a una multitud de soluciones para las posibles declinaciones de nuestra sociedad que podrían formarse apoyadas en sus discursos o, dicho de otra manera, en una institución como esta es necesario que las diferencias sean tan exuberantes como el arte mismo. Como cuerpo, la institución debería aspirar a ser una
forma coreográfica. Cualquier forma de continuidad ha de ser formateada con su puesta al servicio de una serie de finalidades necesariamente cambiantes.
Para generar ecosistema y no hegemonía, el Museo ha de tener conciencia de la necesidad de acción transescalar –en atención a cada una de las escalas de su bioma. La pensadora Yayo Herrero habla de que la diversidad es condición fundamental para la vida y sus principios ecológicos son básicos también para el organismo institucional: la condición de supervivencia es la interdependencia.
El Museo debe ser un espacio en el que la gente pueda deshacer sus hábitos. Si el museo tradicional está hecho para el ojo, el museo contemporáneo está concebido para el cuerpo entero. Los museos de arte contemporáneo no se vuelven feministas o preocupados por los temas de género, no se vuelven interesados por la diversidad étnica, racial o económica, ni se interesan súbitamente en demandas sociales concretas, sino que estos temas están en el corazón de las prácticas artísticas que definen su sujeto –que no objeto– institucional. Este Museo debe erigirse como parte de las condiciones materiales de igualdad porque esas constituyeron el marco de la historia de las ideas y de la subjetividad que ha hecho emerger las prácticas artísticas del régimen contemporáneo que comenzó en los años 60 –al tiempo de la segunda oleada del feminismo y su impacto en las artes visuales, de las revueltas de Stonewall, de la revolución de clases de Mayo del 68, de las últimas independencias de los países antes bajo los imperios coloniales europeos.
El pensamiento contemporáneo ha realizado una crítica continuada de los procesos teleológicos de la Historia, removiendo una fuerza dialéctica capaz de producir espacio para toda diferencia, para todo brote divergente. El pasado, el del museo mismo y el de las colecciones que contiene, ha de ser entendido como constelación, como un archivo siempre abierto y en construcción al que encontrar sentidos que correspondan a un presente crítico que los adscriba a la posibilidad misma de convivencia cultural. Si un museo así fuese un género literario sería ficción especulativa o ciencia ficción, una narrativa en la que el futuro ya no pertenece al porvenir sino que está siendo constituido por fuerzas que ya están aquí, aún distribuidas de forma desigual. El Museo es el lugar para constatar otros futuros que ya están aquí y que son ahora mismo (Debo esta idea a una conversación con Julia Morandeira sobre un texto de José Manuel Bueso).
Al pensar en la función del museo es fundamental reflexionar sobre qué le hace el arte al lenguaje, qué le hace el arte a la identidad y qué le hace el arte a la realidad. Y, sobre todo, qué les va a poder hacer. Por eso también sus formas de producción cultural tendrán que ser entendidas de forma expandida: arte, conocimiento, investigación, textos, relacionalidades, pero también, modos de hacer. Dan Graham decía: “Creo que un museo es un gran lugar para reavivar el amor”. Pues bien, se trata de hacer posible una y otra vez una red de afectividades que den lugar a un museo seductor y deseado, entrelazando su poder discursivo y la excelencia en la calidad de sus diferentes presentaciones a la propia escena que, desde sus orígenes, ha contribuido a formar. Un lugar no donde ir porque hay que ir, sino porque su ritmo es parte del cuerpo propio.